Pyrenae. Revista de Prehistoria i Antiguitat de la Mediterrània occidental, 37/2, 2006

Por Francisco Gracia Alonso.

Dentro de la serie de Urgoiti Editores sobre los grandes nombres de la ciencia histórica en España, se publica la tercera obra dedicada a los arqueólogos y prehistoriadores de la primera mitad del siglo XX. Tras los estudios de Jordi Cortadella sobre Pere Bosch Gimpera (1891-1974) y Fernando Wulff sobre Adolf Schulten (1870-1960), y a la espera del trabajo de Gloria Mora sobre Hugo Obermaier (1877-1946), ve la luz el estudio que Margarita Díaz-Andreu ha dedicado a una de las figuras más nombradas, pero a la par más desconocidas, de la arqueología española: José Ramón Mélida y Alinari (1856-1933).

La capacidad y solvencia académica de Margarita Díaz-Andreu para enfrentarse a dicho reto está fuera de toda discusión. Se trata sin duda de una de las mejores especialistas en el estudio de la historiografía arqueológica española y, probablemente, la pionera en sobrepasar el estadio de la anécdota o la hagiografía derivada de trabajos memorialísticos viciados para acercarse a los personajes y las problemáticas objeto de estudio. En un país en que las escuelas académicas han primado sobre el control de la investigación a lo largo del siglo XX, dicho empeño es, sin duda, digno de elogio. Recordemos, entre otros trabajos recientes: Historia de la arqueología. Estudios (2002), Arqueología y dictaduras: Italia, Alemania y España (2003) y Excavating Women. A History of Women in European Archaeology (1998).

Díaz-Andreu ha utilizado para reconstruir la ardua carrera funcionarial de Mélida la documentación conservada en el Archivo General de la Administración (Alcalá de Henares), el Archivo de Clases Pasivas y el Archivo del Museo Arqueológico Nacional (Madrid), con la que recorre minuciosamente sus sucesivos empleos, desde su ingreso en 1872 como ayudante en el MAN y el desempeño del cargo de bibliotecario de la Casa de Villahermosa hasta la obtención de la cátedra de Arqueología en la Universidad Central en 1911 y la dirección del MAN al año siguiente. En cada paso se muestra la lucha de intereses entre las diversas facciones que controlaban los resortes del poder, pero ninguno lo ejemplifica mejor que la forma de concesión sin concurso de la cátedra de Arqueología de la Universidad Central vacante tras la muerte de Juan Catalina García (1845-1911). La salomónica decisión de desdoblarla para contentar a los enfrentados protectores de Mélida y Antonio Vives Escudero (1859-1925) sería contrarrestada por la presión de los partidarios de Manuel Gómez Moreno (1870-1970), quienes conseguirían la provisión de una tercera plaza, dando lugar acto seguido a los consabidos enfrentamientos para aumentar las respectivas cuotas de poder. La influencia del Centro de Estudios Históricos, dirigido por Gómez Moreno, sobre la pérdida de prestigio del MAN, gestionado por Mélida durante el período de la dictadura de Primo de Rivera, es clara consecuencia de ello.

Como otros muchos eruditos, Mélida fue un producto de su época, pero, a diferencia de ellos, su figura no se proyecta más allá de su propia actividad. La reflexión inicial de Díaz-Andreu es correcta: ¿cómo fue posible que un investigador que alcanzó y desempeñó por largo tiempo cometidos tan importantes e influyentes como la cátedra de Arqueología de la Universidad Central, la dirección del Museo Arqueológico Nacional de Madrid y del Museo de Reproducciones Artísticas, que dirigió las excavaciones de Mérida y presidió la comisión de las de Numancia, además de ser miembro, entre otras, de las Academias de la Historia y de Bellas Artes, así como de numerosas instituciones españolas y extranjeras, no fuese capaz de crear una escuela permanente de arqueología cuyos discípulos marcasen la docencia e investigación en España antes y después de la Guerra Civil? La respuesta es difícil de aquilatar y no cabe tan sólo remitirlo a la personalidad apocada de Mélida. En la España de la restauración borbónica la organización de la investigación arqueológica y prehistórica estaba en manos de lo que Bosch Gimpera definió correctamente como kabilas, en relación con la sangrienta guerra colonial que los diversos gobiernos de Alfonso XIII mantenían en el protectorado de Marruecos. Los eruditos, esencialmente miembros de la nobleza terrateniente o de la milicia, copaban en calidad de autonombrados expertos en la materia muchos de los puestos decisivos del naciente sistema arqueológico español. Serían, por ejemplo, el conde de Vega de Sella y el duque de Alba quienes protegerían a Hugo Obermaier y facilitarían la creación de la cátedra de Historia Primitiva del Hombre en la Universidad Central de Madrid que ocupó hasta la guerra, y el marqués de Cerralbo quien, a través de su protegido, Juan Cabré, realizaría extensas intervenciones en las necrópolis meseteñas hasta crear el museo que hoy lleva su nombre. Dicha problemática se potenciaba en provincias, donde junto a la inexistencia de centros académicos, las relaciones de dependencia económica configurarían un singular entramado de arqueólogos e historiadores aficionados.

Si la nobleza terrateniente y financiera controló el sistema en la capital, en Barcelona se produjo un caso similar. La Sección Histórico-Arqueológica del Institut d’Estudis Catalans estuvo dirigida desde su fundación por intelectuales surgidos de la burguesía nacionalista, que ejercieron, especialmente bajo la égida de Josep Puig i Cadafalch, la investigación hasta la década de 1930, imponiendo en múltiples ocasiones criterios de carácter político -e incluso de clase- en el sistema de intervenciones y difusión de la investigación, relegando durante muchos años a una figura del prestigio internacional de Pere Bosch Gimpera, fundador de la Escuela Catalana de Arqueología, a un segundo plano, al menos por lo que se refiere a la dirección del Servicio de Investigaciones Arqueológicas (SIA) del Institut d’Estudis Catalans, no debiendo sorprender, en el contexto citado, que Bosch no alcanzara la condición de miembro (y aún no numerario) del IEC hasta 1935, tras veinte años de ejercicio de cátedra, dos de rectorado en la Universidad de Barcelona, y una proyección internacional que le permitió convocar la reunión de Berna de la que surgirían los congresos de ciencias prehistóricas y protohistóricas, precedente de la UISPP.

Dos hechos deberían haber servido para regenerar la situación creada y dotar del necesario rigor científico a la investigación: la creación de la Junta de Ampliación de Estudios en 1907 y la promulgación de la Ley de Excavaciones en 1911, a la que se uniría poco después el necesario reglamento. Sin embargo, el sistema de dependencias personales enraizado en la sociedad española, donde las cátedras de universidad e instituto se decidían en veladas o charlas de café en las que se alternaban los intereses personales con las peticiones de parientes y dependientes, promovió que el acceso a las necesarias estancias en el extranjero para complementar la formación que se impartía en las aulas españolas, se circunscribiese a un reducido núcleo de personas, y que la necesaria supervisión de las intervenciones arqueológicas dependiera de los informes de la Comisión de Investigaciones Paleontológicas y Prehistóricas, que acaparó una gran parte de los permisos de intervención durante las décadas de 1910 y 1920 para sus miembros y allegados, creándose por ello una concepción de propiedad de yacimientos y zonas arqueológicas derivadas, amparada en los decretos de concesión de actividades publicitados en la Gaceta de Madrid.

Mélida fue esencialmente un arqueólogo de gabinete y un museólogo vinculado al concepto de la Historia del Arte más que a la arqueología de campo, técnica e ideológicamente, un claro representante del modelo anticuarista de la investigación arqueológica. Modelo que investigadores como el propio Mélida tiñeron de nacionalismo romántico en sus obras literarias, en las que permanecen vivos los elementos identitarios propios de la historiografía de los siglos XVIII y XIX, entroncados con la convulsa situación política española tras los desastres de 1898 y las guerras coloniales en el Protectorado. Por ello, sus principales aportaciones no se encuentran en el análisis arqueológico, sino que se concentran en el terreno de la protección del patrimonio, a través de la Declaración de Monumentos Nacionales y Arquitectónicos, y en su trabajo en la ponencia de la Ley para la Defensa de la Riqueza Monumental y Artística de España (1926). Sus obras de síntesis aparecieron también en el ocaso de su carrera: Arqueología Clásica (1933) y Arqueología Española (1929), esta última reimpresa en la presente edición, por lo que no constituyeron un punto de referencia para la docencia universitaria española, ni tuvieron repercusión en el ámbito internacional, como sí lo tendría, por ejemplo, la obra de Bosch Gimpera Etnologia de la Península Ibèrica (1932), con la que coincidía en parte de los contenidos.

En el sistema social citado puede comprenderse que Mélida no consiguiera formar una estructura docente e investigadora perdurable pese a disponer, en apariencia, de los medios, el prestigio y la influencia para ello. Su muerte en 1933, y la posterior Guerra Civil (1936-1939), hicieron que sólo algunos arqueólogos que desarrollaronsu carrera bajo el régimen de Franco se declararan nominalmente como sus discípulos, aunque ni Blas Taracena (1895-1951), director del MAN tras la guerra (1939-1951), ni esencialmente Antonio García Bellido (1903-1972), sustituto de Mélida en la cátedra de Madrid, pueden calificarse en esencia como tales, el primero por su temática investigadora, y el segundo porque era un antiguo protegido de Obermaier que se constituyó a sí mismo en cabeza de una escuela a partir de 1939, rompiendo vínculos con el pasado.

El estudio de Díaz-Andreu supone, en resumen, un análisis brillante, crítico y absolutamente necesario no sólo de una figura clave de la historia de la arqueología española, sino también del sistema social que condicionaba la investigación de su época. La historiografía arqueológica más reciente, pese a un número cada vez mayor de críticas que se centran en la forma para cuestionar veladamente el fondo, plantea la revisión de los mitos de la historia de la Prehistoria y la Arqueología en España. Mitos que, obedeciendo a postulados de corrientes de pensamiento, escuelas y dependencias personales, coartan y distorsionan, cuando no reescriben y reinventan, las claves de la configuración de la ciencia, para servir a una versión aséptica y asumible de la Historia. Una visión general de las investigaciones en curso muestra cómo se está abandonando progresivamente el discurso hagiográfico centrado en los hechos más relevantes de la obra de un investigador, grupo de trabajo o institución, para sustituirlo por el análisis crítico basado en datos contrastados. Las amplias fuentes documentales conservadas en los archivos estatales, locales, o de instituciones públicas y privadas sustituyen así a la memoria más o menos ajustada y fiable, proporcionando una visión en muchos casos completamente diferente. No puede sustraerse la obra de un investigador a sus circunstancias personales, creencias religiosas, formación e ideología política; de su análisis derivan la comprensión y el conocimiento.

Obras relacionadas