política & prosa, núm. 54

por Jaume Claret

 

El teniente del ejército francés Pierre Vilar, detenido en junio de 1940 por las tropas alemanas, pasó toda la Segunda Guerra Mundial en cautividad. En agosto, durante su estancia en un campo de oficiales presos en las afueras de Nuremberg, pidió a su esposa que le enviara los volúmenes de la Historia de España y de la civilización española del jurista y escritor Rafael Altamira (Alicante, 1866 – Ciudad de México, 1951), que él mismo había adquirido en 1931 en la Librería Francesa de Barcelona. Según el hispanista occitano, aquellos libros fueron la base de su posterior, breve y exitosa Historia de España (Crítica), y lo acompañaron toda su vida. De hecho, en abril de 1945 creía haberlos perdido durante la liberación, hasta que meses más tarde lo convocaron en París y le entregaron un saco militar con su nombre: dentro estaba su pequeña biblioteca de prisionero, «c’est si miraculeux».

No menos milagrosa es la colección «Historiadores» impulsada por Urgoiti Editores, en la que se recuperan obras capitales de grandes investigadores españoles de todas las épocas, con estudios preliminares a cargo de reputados expertos. Justamente, el título más reciente corresponde a la versión definitiva de Historia de la civilización española (2022), con una introducción de José María Portillo (Bilbao, 1961), que sitúa al alicantino como uno de los historiadores españoles más renovadores e interesantes. Entre sus muchas aportaciones, el catedrático de la Universidad del País Vasco destaca la capacidad de Altamira para sustraerse a los lugares comunes de la historiografía local del período y para sintonizar, en cambio, con las corrientes europeas contemporáneas e intuir nuevos caminos para avanzar en el conocimiento del pasado.

Aparte de la centralidad otorgada «a la idea de civilización como proceso histórico», destaca el relieve que atribuye a la «dimensión imperial». En palabras de su exégeta, «A España le ha faltado en el siglo XX, casi hasta el final, algo que se podría llamar y homologar como una historia imperial. Buena parte de la responsabilidad de que haya sido así se encuentra, de nuevo, en la diferencia cultural que supuso el triunfo de los insurrectos en la Guerra Civil y en la imposición de una historia nacional en la cual la dimensión imperial se supeditó hasta el ridículo a una concepción monolíticamente nacional-católica de España. La historiografía franquista habló, y mucho, del imperio, pero desdeñó (como era de esperar) la incipiente historia imperial a la que Altamira había abierto su concepción de la historia de la civilización española.»

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