Memoria y Civilización, núm. 24, 2021

por Francisco Javier Caspistegui

 

No es ningún secreto que la historia es uno de los fundamentos de las identidades colectivas, que legitima y sustenta proyectos de creación de comunidades y que constituye uno de los pilares sobre los que se levantan las naciones. Pero constatar esta evidencia no siempre cuadra con las aspiraciones de verdad y objetividad que la historia como disciplina viene defendiendo desde su profesionalización. ¿Cómo es posible emplear los hechos del pasado ―aparentemente incontrovertibles, como señalaba la famosa cita de Ranke en Geschichten der romanischen und germanischen Völker von 1494 bis 1514 (1824)― con finalidades políticas, ideológicas… que los manipulen y perviertan? Y aunque la respuesta pueda resultar obvia, la historia sigue siendo un instrumento habitual de la confrontación entre identidades a todos los niveles.

En este libro de Jonatan Pérez Mostazo se recoge uno de esos usos del pasado de acuerdo a los intereses del presente, concretamente, el empleo de la antigüedad como fundamento de la política e identidad vasca en el siglo XIX. La elección del tiempo de análisis no es baladí, porque el siglo en cuestión asiste a la consolidación, primero, del nacionalismo como una de las fuerzas motrices de la política y, segundo, de la historia como una forma de conocimiento útil atendida y respaldada por las fuerzas vivas de cada comunidad. Como ocurría en toda Europa, algo que el autor destaca con acierto ―aunque, como dice en la conclusión (p. 401), sería interesante incidir en estas influencias―, los procesos de construcción de una identidad vasca en relación con otras, tanto hacia dentro como hacia afuera de sí misma, buscaron aquellos argumentos que mejor sirvieran para definir la esencia y particularidad de un grupo humano que aspiraba a individualizarse y significarse de acuerdo a los requerimientos de su tiempo. Pero tal vez como muestra de las dificultades que implican estos procesos, y como en tantas obras sobre tema vasco, se hace imprescindible la inclusión de un apartado terminológico, por estar todavía sometido a debates políticos e identitarios ante los cuales se hace imprescindible aclarar significados. De hecho, se opta por la inclusión de Navarra, pero también de los territorios vasco-franceses, para reflejar la búsqueda de referentes antiguos con los que construir la personalidad colectiva.

Y la antigüedad surgió entre las tinieblas del pasado como un elemento útil, tanto por el prestigio que proporcionaba la conexión con los viejos imperios, como por la versatilidad que lo conservado proporcionaba. Había que interpretar algunos fragmentos textuales, y se les añadieron restos materiales, y un patrimonio etno-lingüístico con los cuales se trataba de configurar una identidad particular, diferenciada y definitoria. En esta pugna entraron todas las comunidades europeas que se lanzaron a la busca de una personalidad propia. Pero como señala con acierto el autor en la conclusión: «Las identidades que se proyectan a pasados tan remotos suelen resultar más propicias para la definición de comunidades más cerradas, menos permeables al cambio y a las nuevas incorporaciones, más exclusivas. Menos preparadas para afrontar las realidades plurales y complejas del presente, así como los retos del futuro» (p. 414).

Dentro de la lógica del siglo XIX, esta búsqueda se insertó en el proceso siempre vivo y cambiante de definición de las identidades colectivas, es decir, forma parte de la Weltanschauung de su tiempo, lo que en el libro se denomina república de las letras vasca. Pero frente a una posible homogeneidad, de las páginas de Pérez Mostazo surge permanentemente la diversidad y, la mayor parte de las veces, el enfrentamiento entre las distintas percepciones: por tiempos e ideologías, territorios o por las influencias recibidas, todo ello en relación además con discursos y apropiaciones que se producían simultáneamente en otros espacios, peninsulares y europeos. Por eso, la utilización del concepto de recepción, como uno de los fundamentos teóricos sobre los que se construye el libro, se entrelaza con el uso de la memoria como marcador de identidad y puerta abierta al pasado. Además, no es una mirada ensimismada, ni vuelta hacia dentro, pues además de las frecuentes referencias al contexto europeo, que muestran la escasez de exclusivismos, se contrastan las opiniones con las que desde otros lugares de la península se vertían sobre los vascos.

El contenido del libro se divide en dos partes, una cronológica y otra temática, mostrando en la primera el desarrollo de la mirada hacia la Antigüedad al hilo de las sensibilidades y reflexiones de tres grandes tiempos coincidentes con los tres tercios del siglo. No se limita, sin embargo, a una descripción tradicional, pues introduce el concepto de cultura política, para hablar del ocaso del absolutismo, con las polémicas de raíz ilustrada frente a viejos mitos seculares; del tiempo del foralismo ―y de la cultura foral, presente con fuerza el resto del siglo― y del contexto romántico, en un marco de doble patriotismo y afirmación del protagonismo vasco en una historia española en la que asentar los relatos de la secular independencia y la escasa presencia romana; y, por último, de los cambios del último tercio de siglo, con una caracterización de lo vasco que tendió a lo defensivo frente a las visiones negativas, de retrógrado aislamiento, debilidad y barbarie, a partir de los mismos recursos que previamente habían servido para exaltar la resuelta resistencia frente al exterior. Si bien esta revisión en clave de culturas políticas del siglo XIX es un aporte notable, pueden quedar algunas dudas, como la capacidad de dominio del universo foral en el conjunto de la república de las letras vasca. Pese a la atinada caracterización del generalizado foralismo ―¿realmente hay consenso en la vida política vasca desde los años cuarenta, como se señala en la p. 159?―, podemos preguntarnos si no cabrían los matices, por ejemplo, en su inserción dentro de las culturas políticas de partido que van surgiendo desde la década de los sesenta, y que compiten en la primacía por su defensa. Incluso, ya en el final de siglo, el contraste entre un mundo cultural vasco, ajeno a los cada vez más profesionalizados circuitos universitarios, y la mirada desdeñosa de estos equiparando la apuntada barbarie vasca con las carencias en los métodos y formas de conocimiento, pese a los intentos de actualización de fin de siglo.

En la segunda parte se recoge un análisis temático, que casi podría decirse mitológico, por la importancia de las construcciones míticas en el apuntalamiento de la identidad en múltiples direcciones, que no puede limitarse solo a la vasca, pues también se recurrió a estos mitos como fundamento de la española, dependiendo de momentos y contextos. Se suceden así la relevancia de los orígenes como fundamento del prestigio de la comunidad, con la asociación de vascos y cántabros (cantabrismo), aunque con los matices que proporcionaban las fuentes clásicas al hablar de diversos etnónimos y la necesidad de dilucidar los límites geográficos; o el protagonismo vasco-cántabro en las luchas contra Roma y, por tanto, su independencia defendida de forma heroica. También fue objeto de numerosas reflexiones el aislamiento vasco, la secular independencia frente a la conquista romana, como también reivindicaban, por ejemplo, escoceses e irlandeses. Aunque, como queda dicho, este argumento sirvió igualmente para criticar el carácter retrógrado y antimoderno, bárbaro, de los vascos, a partir de 1876; o incluso su docilidad ante el poder romano, como señaló Cánovas. Por eso se recurrió también al contraste entre la presencia romana y su efecto civilizador, y la afirmación de la belicosidad congénita de sus oponentes, un contraste que mantuvo con fuerza su ambivalencia (carácter pacífico-belicoso de los vascos), más allá del siglo XIX, por ejemplo, cuando desde el extranjero se interpretó la guerra civil de 1936 en el País Vasco o la aparición y desarrollo de ETA.

Y si las fuentes no eran suficientes para mantener los mitos, se recurría a cuantas referencias ayudaran al objetivo último, que no era otro que el de la afirmación de la(s) identidad(es): «una realidad étnica e incluso nacional que se imaginaba inmutable desde el inicio de los tiempos no necesitaba ya reconocerse en los textos grecolatinos para justificar su secular existencia y su origen remoto» (p. 259). El euskera, la raza, las costumbres y prácticas consideradas ancestrales, su plasmación literaria, todo formaba parte de un afán por fijar los rasgos del grupo de forma permanente y estable, el famoso «los vascos, no datamos», que además de Unamuno, también utilizó Baroja (La veleta de Gastizar, 1918, o Humano enigma, 1928, por ejemplo). Pero tan significativo como lo anterior es apreciar cómo algunas ideas, rechazadas o superadas en lo historiográfico, se mantuvieron en la literatura o los manuales escolares, lo que lleva a acudir al modelo de Astérix, en parte una forma de satirizar la identidad francesa forjada en la enseñanza en la que fueron formados sus dos autores, René Gosciny y Albert Uderzo, en la escuela de la III República (Nicolas Rouvière, Astérix oú la parodie des identités, 2008).

Tal vez lo más significativo es que, pese al riesgo de reiteraciones que esta mirada doble podría acarrear, apenas se producen, complementando con pericia la información aportada, en parte por la capacidad para reflejar las confrontaciones y polémicas que se produjeron dentro del seno de la república de las letras vasca, comenzando por el conocido diccionario de la Real Academia, publicado en 1802, tantas veces entendido como un ataque, pero en el cual, como muestra el libro, los corresponsales vascos tomaron parte importante. En este sentido, llama la atención la ausencia del libro de Santiago Leoné, Los fueros de Navarra como lugar de la memoria (2005), donde se tratan varios de los temas recogidos por Pérez Mostazo, y que probablemente le hubiera sido de utilidad. Dos aspectos formales: por un lado, la ordenación de las fuentes y bibliografía, con la colocación primero de esta última y después con la inserción de las fuentes de archivo entre las publicadas, sin indicación de los archivos consultados y con la prensa en último lugar, casi desapercibida. Y una segunda cuestión formal, referida al escaso aprovechamiento de las imágenes, casi siempre fuera del texto al que se refieren y sin estudio analítico relativo a ellas.

En cualquier caso, estamos ante una importante monografía, significativa y una buena demostración de la necesidad de profundizar en el análisis de las construcciones identitarias asociadas al pasado. De hecho, cabría plantear algunas conclusiones: la primera tiene que ver con la complejidad del pasado, siempre reacio a dejarse sujetar por visiones en blanco y negro, por categorizaciones simplistas o explicaciones fáciles. La erudición y despliegue de referencias que caracterizan las páginas de este libro constituyen una demostración de la necesidad de matices que requiere el examen del pasado y lo ineludible de mantener activo el espíritu crítico. Aunque el optimismo de Juan Pérez Villamil en 1805 le llevaba a decir que «la ilustración actual no sufre ya seriamente se escriban y publiquen glorias y prerrogativas fantásticas, en que se complace la necedad de los pueblos» (p. 53), más de dos siglos después seguimos viendo la profundidad que alcanza la necedad de los pueblos, inasequible a las asechanzas de la ilustración y de la crítica.

También resalta de estas páginas la combinación de perspectivas, con una presencia muy significativa de la cultural, entendida en su más amplio sentido, tanto en el de las culturas políticas como mostrando el panorama del asociacionismo erudito y literario, académico, pero también político e ideológico, señalando con ello, de nuevo, la complejidad de los contactos, la importancia de las relaciones y la recepción más o menos actualizada de las corrientes en boga.

En definitiva, este libro trata sobre uno de los mecanismos del proceloso camino de creación de identidades colectivas (en este caso, el uso de la antigüedad), en permanente conflicto, sujeto a controversias continuas por el cambiante contexto en el que se formulaban. No es mala la sugerencia con la que concluye el libro, la de buscar identidades dinámicas, abiertas, integradoras y democráticas. Tal vez así dejemos de usar los textos, infolios, pergaminos y documentos como armas arrojadizas.

 

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