Hispania, núm. 266, 2020

por Jaume Aurell (Universidad de Navarra)

 

Es siempre una excelente noticia la edición de las obras históricas de los medievalistas españoles que, entre los años 1920 y 1970, realizaron extraordinarias aportaciones a la historiografía. Se solía tratar de obras que aunaban admirablemente una gran erudición con el desarrollo de tesis de fondo que unificaban todos esos datos. Esas dos generaciones de historiadores han quedado asociadas para siempre a prominentes nombres como Ramón Menéndez Pidal, Claudio Sánchez Albornoz, Américo Castro y Jaume Vicens Vives. Pero ellos formaron parte de un colectivo mucho mayor, que destacó por la elaboración de monografías y biografías, así como de ediciones documentales, cuyo interés y actualidad se siguen manteniendo intactos por su acceso directo a las fuentes primarias.

La historia de los orígenes históricos de los reinos medievales de Aragón y Navarra ha sido un campo muy propicio para este tipo de estudios y José María Lacarra fue sin duda uno de sus más reputados exponentes. Por este motivo, es de celebrar la edición actualizada de su biografía de Alfonso el Batallador, acompañada de un cuidado estudio preliminar de Fermín Miranda. Esta edición se enmarca, además, en la «Colección Historiadores» impulsada por la editorial Urgoiti, una magnífica iniciativa que ha alcanzado la treintena de obras publicadas.

La introducción del volumen, redactada certera y documentadamente por Fermín Miranda, tiene tres partes: una oportunísima síntesis de la biografía intelectual y académica de Lacarra («José María Lacarra de Miguel. El oficio de historiar», pp. VII-LII); una introducción a su biografía de Alfonso el Batallador, que se edita en el volumen («José María Lacarra y Alfonso el Batallador», pp. LIII-LXXV); y una sintética pero acertada «Selección Bibliográfica» de Lacarra (pp. LXXVII-LXXXV).

La síntesis biográfica de Miranda y su selección bibliográfica confirman que Lacarra es, sin duda, uno de los más destacados medievalistas españoles del siglo XX. Cualquiera que haya iniciado una investigación monográfica de los reinos de Aragón o Navarra entre los siglos XI y XV ha apreciado en algún momento los trabajos científicos de Lacarra, sobre todo, por su precisión erudita. Lacarra se formó en el Centro de Estudios Históricos, junto a Sánchez Albornoz, durante los años treinta y fue catedrático de historia medieval de la Universidad de Zaragoza a partir de 1940. Desde esa plataforma académica, y también desde el Centro de Estudios de Aragón, la Institución Príncipe de Viana, las Semanas de Estudios Medievales de Estella y las revistas Estudios de la Edad Media de la Corona de Aragón y Aragón en la Edad Media promovió abundantes publicaciones de colegas y discípulos sobre la historia medieval de Aragón y Navarra. La extraordinaria fecundidad de su maestrazgo se pone de manifiesto al enumerar a algunos de sus discípulos: Antonio Ubieto Arteta (la primera tesis que dirigió), Ángel Martín Duque, María Luisa Ledesma, Luis González Antón, Carmen Orcástegui, Bonifacio Palacios, Isabel Falcón, Ángel Sesma y Juan F. Utrilla.

Es de agradecer que Miranda haya realizado una exploración bibliográfica rayando lo detectivesco para completar el perfil biográfico de Lacarra. La condición de medievalista, como es el caso de Miranda, contribuye siempre a generar estudios historiográficos rigurosos y sistemáticos, llenos de densidad. Esto ha permitido a Miranda rescatar algunas citas de interés, como aquella que refleja los temores, y al mismo tiempo las aspiraciones, de Lacarra en la hora de la fundación del Centro de Estudios Históricos de Navarra, ya en 1930, cuando contaba con apenas 23 años recién cumplidos: «Si se ha de crear un Centro de Estudios en Navarra, ha de ser pura y simplemente objetivo; estudiar los hechos sin prejuicios de ninguna clase, salga lo que saliese» (p. XIX). En la primera parte de su estudio introductorio, Miranda recorre todas las etapas intelectuales y académicas de Lacarra, desde sus orígenes familiares y formación académica a la fundación de una fecunda escuela y el justo reconocimiento académico por su obra. No se trata de una información original, puesto que otros autores habían ya profundizado en esos aspectos biográficos, intelectuales y académicos de Lacarra, pero se trata desde luego de una síntesis magnífica.

Miranda aborda después el comentario específico a la biografía de Lacarra sobre el rey Batallador (1073-1134). El interés que despertó su figura en Lacarra está sin duda incentivado por cubrir la época en la que el reino de Pamplona/Navarra y el de Aragón permanecieron unidos. El historiador estellés estuvo siempre interesado por los orígenes, y más concretamente, por aquellas épocas o personajes que representaban momentos de especial intensidad en las transformaciones políticas, jurídicas, y sociales, como fue el caso del rey Alfonso I. Lacarra quiso darle a su biografía tanto calidad científica como proyección divulgativa. La figura del rey Batallador había generado una cierta polémica entre sus contemporáneos, por su injerencia en los reinos leonés y castellano. Y, desde luego, Lacarra contaba con que era, sin duda, uno de los reyes más populares de la Edad Media hispana. Miranda realiza una acertada contextualización historiográfica de la biografía de Lacarra, describiéndola como de «alta divulgación» y relacionándola con la estela de las grandes aportaciones de divulgación de los años setenta y ochenta en Francia. La edición original de la biografía es de 1971. Lacarra no tuvo, desde luego, el éxito editorial de Emmanuel Le Roy Ladurie, Georges Duby o Jacques Le Goff, pero sus dos ediciones se agotaron. Había por aquel entonces un lector de «alta divulgación» en España que ha ido despareciendo o, quizás más propiamente, se ha trasladado a la novela histórica.

Miranda dedica buena parte de esa introducción específicamente a la obra, detallando su recepción entre los medievalistas y la evolución de la historiografía en torno a Alfonso el Batallador en el último medio siglo. Sin embargo, Miranda reduce ese comentario e interpretación propiamente historiográficos a las bien documentadas notas a pie de página, y en el cuerpo del texto se centra en realizar una magnífica síntesis de la biografía. Se echa en falta, en concreto, una mayor profundización en las críticas de la historiografía posterior a Lacarra o, por lo menos, la indagación de si la obra sigue siendo considerada como actual por los especialistas.

Desde mi punto de vista, como he argüido al principio de esta reseña, este tipo de biografías (me vienen espontáneamente a la cabeza los magníficos Ferran II de Jaume Vicens Vives o el Cambó de Jesús Pabón) siguen teniendo vigencia, aunque sólo sea por el uso magnífico de las fuentes primarias y por lo sobrio pero fiable de las interpretaciones de estos historiadores. Pero quizás se echa en falta en esa introducción hasta qué punto (o hacia qué direcciones) el medievalismo hispano posterior ha evolucionado teórica y metodológicamente desde finales de los años setenta. Cuando uno compara el Alfonso el Batallador de Lacarra (1971), y La formación del feudalismo en la Península Ibérica, de Abilio Barbero y Marcelo Vigil (1978) cae en la cuenta de que, en sólo siete años, se ha producido un universo de transformación no sólo en cuanto al hecho más visible del género predominante en la historiografía (de la biografía a la monografía), sino también en términos de evolución temática (de lo político a lo socioeconómico), metodológica (de un análisis sobrio de la documentación primaria a una notable tendencia por la interpretación teórica), e incluso ideológica (del aseptismo del observador neutral al combativo marxismo).

Sin embargo, la decisión de Miranda de no entrar en disquisiciones y críticas historiográficas es coherente con su deseo de realizar un elegante pórtico a la obra de Lacarra, sin quitarle el protagonismo. Por tanto, es de celebrar esta reedición, que los medievalistas haremos bien en guardar en nuestras estanterías y seguir utilizándolas con profusión. Me permito terminar con un apunte personal para justificar mi aplauso y entusiasmo ante este tipo de iniciativas de reedición de nuestros clásicos historiográficos, y más si se tiene en cuenta que, desgraciadamente, este tipo de trabajos tiene poco peso ante las agencias académicas evaluadoras, como si el cuidadoso trabajo de Miranda hubiera sido escrito por una pluma invisible, con todo el tiempo del mundo a su disposición. Cuando estaba elaborando mi monografía sobre las autocoronaciones de los reyes medievales, y más particularmente la de Carlos III de Navarra (1390), creí conveniente sumergirme en el estudio de los orígenes del reino de Navarra, para tratar de comprender lo que había detrás de ese transgresivo (sólo aparentemente transgresivo) ritual. Me es difícil expresar mi entusiasmo ante lo útiles que me fueron dos obras de Lacarra: las Notas para la formación de las familias de Fueros de Navarra (1933) y El juramento de los reyes de Navarra (1234-1329) (1972). Accedí a esta última obra gracias precisamente a la alerta de uno de sus discípulos, Ángel Sesma.

Creo que buena parte de nuestra tarea de historiadores, y más particularmente de medievalistas, consiste en rastrear los orígenes de los debates historiográficos de los temas que estamos tratando, para localizar ahí las obras verdaderamente originales de los historiadores que nos han precedido. Todos deberíamos estar bien entrenados en el análisis de las fuentes primarias, la base de nuestro trabajo. Pero, a veces, se echa en falta un mayor respeto por quienes nos han precedido, y una mayor capacidad de discernimiento sobre quienes han realizado aportaciones originales, tanto en el análisis de las fuentes primarias como en su desarrollo interpretativo. Este tipo de reediciones, como la del Alfonso el Batallador de Lacarra, contribuirá sin duda a que todos —jóvenes y no tan jóvenes— seamos más conscientes de la magnífica tradición historiográfica de la que nos podemos enorgullecer. No tengo suficiente conocimiento de otras especialidades, porque mi conocimiento se basa sobre todo en el medievalismo, pero puedo imaginar que se puede afirmar lo mismo de las demás especialidades históricas hispanas. El esfuerzo de la editorial Urgoiti y, en este caso particular, de Fermín Miranda deberían ser reconocidos en su justa medida en este contexto historiográfico.

 

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