Ariadna histórica. Lenguajes, conceptos, metáforas, núm. 9, 2020

Entre la historia científica y el patriotismo español

 

por Pedro José Chacón Delgado

UPV / EHU

 

Estamos ante la presentación, en su faceta como historiador, de uno de nuestros principales intelectuales del cambio de siglo XIX al XX, don Manuel Sales y Ferré, conocido sobre todo por ser el primer catedrático de sociología en España. Este autor resulta muy apreciado para quien escribe esta recensión, puesto que tuvo capítulo propio en su tesis doctoral defendida en 2003 y dedicada al “Regeneracionismo de 1898: historiografía y nacionalismo español”. Lo cual no es óbice para que apliquemos sobre su obra una crítica que estimamos necesaria, huyendo de cualquier tono hagiográfico que no aportaría nada al conocimiento. Y le sometemos a una crítica desde el momento actual en el que escribimos, a sabiendas de que lo mismo se podría hacer con la mayor parte de los autores importantes del momento, sobre todo con los europeos en los que Sales y Ferré se miraba, y a sabiendas también de que nuestro contexto tiene similitudes –crisis del sistema político y económico, acentuada por la epidemia que ahora padecemos- pero también profundas diferencias: pensemos que Sales y Ferré vivió cuando aún no habían tenido lugar ni la guerra civil española ni las dos guerras mundiales que asolaron Europa y el mundo en la primera mitad del siglo XX. No va a ser, en cualquier caso, una crítica enfocada sobre los conceptos que utiliza –lo cual contradeciría de modo palmario los fundamentos de la historia de los conceptos, que necesariamente tiene en cuenta el aspecto diacrónico de los mismos-, sino atenta solamente a la propia construcción de su discurso y a su modo de combinar los conceptos que utiliza.

A pesar de los estudios que ya lleva acumulados, la figura de Manuel Sales y Ferré permanece en el más ingrato olvido por parte de generaciones de estudiantes y de público culto, más acostumbrado a oír hablar, por las mismas fechas, de los autores de la llamada Generación del 98, principalmente los novelistas y escritores en general. Gonzalo Capellán se aplica a intentar llenar ese hueco mediante una introducción muy solvente, de una escrupulosidad encomiable, sobre la vida, obra e ideas de Sales y Ferré, basándose en su reconocido conocimiento –demostrado ya en su tesis doctoral recogida luego en libro bajo el sugerente título de La España armónica– sobre el krausismo español, movimiento intelectual importado de Alemania y al que Sales y Ferré pertenece por derecho propio: baste conocer su trayectoria intelectual y su cercanía a los principales promotores de esta corriente de pensamiento que recorre la segunda mitad del siglo XIX en España. Krausismo que en este autor experimenta una evolución positivista, sin por ello perder el anclaje en sus principios fundadores. La síntesis biográfica que nos ofrece Capellán se apoya en un recorrido geográfico, desde su Levante natal (Sales y Ferré nació en Ulldecona, Tarragona) hasta Madrid, de aquí a Sevilla y luego finalmente de nuevo a Madrid, que nos va descubriendo los sucesivos progresos en la evolución intelectual de un autor que supo en su tiempo absorber las principales corrientes en las ciencias sociales europeas, poniéndose incluso manos a la obra en la traducción de sus títulos más significativos.

En consonancia con su tiempo histórico y con los autores europeos más relevantes, Sales y Ferré quiere hacer una historia científica, esto es, que descubra las leyes del desenvolvimiento social, lo cual presupone un determinismo en las sociedades equivalente al que se da entre los individuos considerados solo desde su aspecto natural, puramente biológico: las sociedades, como los individuos, nacerían, crecerían, se desarrollarían, se deteriorarían y morirían. Dichos presupuestos hacen que estos textos estén muy lejos de una historia al uso. Por el contrario, la historia en Sales y Ferré rehúye de relatos episódicos o exclusivamente políticos o militares. No hay heroísmos ni sacrificios, no hay venganzas ni conquistas. En sus textos se trata de describir cómo las distintas formas de organización social, política, económica y cultural, que han cuajado en civilizaciones dominantes a lo largo de la historia, se han ido conformando según el principio biológico arriba expuesto y que vendría a desdecir, de manera consciente y declarada, la creencia en un progreso constante e indefinido. Todo ello, como decimos, refrendado por los grandes autores de su tiempo histórico, muy principalmente el británico Heribert Spencer, al que Sales cita desde el principio en los textos que aquí se recogen, principalmente por el conjunto de cuatro conferencias del autor inglés titulado El individuo contra el Estado.

No obstante, el patriotismo español de Sales y Ferré, propio también de su tiempo histórico incluso entre los sectores más progresistas, impregna sus análisis, rebelándose contra el deterioro y la crisis en España. De modo que descubrimos en Sales y Ferré una curiosa síntesis de determinismo por un lado y rebeldía patriótica por otro, que intentaremos desglosar en este somero análisis de los tres textos aquí presentados.

El primero es el discurso “Civilización europea. Consideraciones acerca de su presente, su pasado y su porvenir”. Tras una mención muy actual sobre el tema de la corrupción, entendida como consecuencia inevitable del culto al dinero por encima de todo lo demás, se presenta la idea del desarrollo social y humano en función de su equiparación con un organismo vivo, con sus tres etapas correspondientes y desechando así la idea, nacida en el Renacimiento y sobre todo reforzada en la Ilustración, del progreso constante de las sociedades. También desecha la idea de humanidad como algo útil en ciencias sociales: prefiere la idea de civilización, de civilizaciones individualmente consideradas, como organismos completos. Claro que este planteamiento presenta varios problemas que luego surgen a modo de contradicciones. Porque si las civilizaciones son organismos con su ciclo vital incorporado, ¿qué ocurre cuando una civilización llega a su final? Y, sobre todo, ¿qué ocurre cuando esa civilización es la propia? Y, por otra parte, la idea de humanidad, ahora desechada, va a ser retomada más adelante, como integración deseable de las distintas civilizaciones.

Continuando con su símil o equiparación de una civilización con un organismo humano, Sales y Ferré considera que ninguna civilización nace con el carácter ya formado, sino que son los condicionantes externos los que conforman su destino. Y que de acuerdo con ese destino la civilización en cuestión erige un ideal que será el que dirigirá su comportamiento futuro, de vida adulta podríamos decir. Y habla de ese ideal como del alma de cada civilización. Pero si ya esa equiparación de civilizaciones con individuos encorseta a la historia bajo un patrón inamovible, las contradicciones que toda esta concepción acarrea no tardan en salir. Y así, dice que “los pueblos progresan mientras tienen un ideal, decaen desde el instante que lo pierden”. Pero resulta que, unos párrafos antes, decía que las civilizaciones no progresan, sino que se ven sometidas a una suerte de ciclo vital que todas cumplen sin excepción. ¿Por qué recurre entonces al progreso si ya ha quedado establecido que no sirve para el análisis social y que su lugar lo debe ocupar la evolución de las diferentes civilizaciones, entendidas como seres vivos? A no ser que aquí se entienda por progreso lo que ocurre dentro de la evolución de un organismo, pero solo en sus fases ascendentes, ya que no se entendería llamar progreso a lo que ocurre en la senectud o fase final de una civilización.

Sales denomina “dolencia” a la decadencia del ideal de una civilización, puesto que si una civilización es un organismo también se le pueden aplicar los términos médicos que se utilizan con éste. Lo que se dirime aquí es si esa dolencia es anuncio de consunción o preludio de continuación futura sobre nuevos fundamentos. Pero esta segunda posibilidad realmente es algo contradictorio con el planteamiento general de tipo orgánico o biológico que sostiene el autor, ya que los ciclos de un organismo son los que son y no cabe entonces suponer alteraciones en los mismos, a modo de resurrecciones o algo parecido, que nos lleven a otro final que el previsible. A partir de estas consideraciones de tipo teórico, emprende la descripción de la civilización europea a partir del siglo XI, que es cuando, a juicio de Sales, se pueden adivinar los signos que la caracterizan, los ideales. El primero de ellos sería el de la búsqueda de la unidad política, según el cual “las actuales naciones, purgadas del individualismo que todavía les queda, acabarán por deponer su intransigencia asociándose en relaciones permanentes bajo un Estado común” (p. 22). Y más adelante, este propósito lo extiende más allá del continente europeo, a todos los demás: “Es de esperar que en ese centro ingresen paulatinamente todos los demás continentes de la tierra, vislumbrándose allá a lo lejos, como término de esta larga evolución, la constitución del Estado terreno presidiendo a una sola y única civilización” (p. 23). Pero este ideal viene lastrado desde el principio cuando el propio Sales y Ferré, unas páginas antes, nos ha descrito el futuro que, por ley social, le esperaría a una humanidad así constituida: “si algún día llegasen a constituirse todos los habitantes de la tierra en el todo social humanidad, este todo viviría sujeto al mismo proceso biológico que los pueblos e individuos, y tampoco su progreso sería continuo e indefinido” (p. 12). De donde tenemos que deducir que la humanidad en su conjunto también acabará colapsando. Por no referirnos al hecho de que en este mismo texto desechaba ocuparse de la idea de humanidad en favor de las civilizaciones concretas que la forman.

Y en cuanto al tema del conocimiento, Sales y Ferré propugna la sustitución del ideal religioso por el ideal científico, de la fe por la razón, de modo que se someta el pensamiento a la realidad y se proceda de lo concreto a lo abstracto, y no al revés como se venía haciendo antes, aunque lo cierto es que todo su análisis histórico viene impregnado por un apriorismo teórico indisimulable. En cualquier caso, nuestro autor no tiene dudas de que esas dolencias que afectan a nuestra civilización no son síntoma de muerte sino de una nueva evolución. Y si su análisis se reduce a España, nuestras dolencias se concretan en dos: la pérdida del ideal religioso y la centralización. Frente a la pérdida de creencias, Sales y Ferré propone la búsqueda de la verdad, del bien y de la belleza, ideales clásicos donde los haya y que podrían aplicarse a cualquier individuo de cualquier país y a cualquier civilización, no solo a España. Y como consecuencias de esa pérdida de ideal destaca el “individualismo práctico, antisocial e inhumano”, que también es algo aplicable a cualquier situación en cualquier época y lugar. Llama la atención también en este punto de búsqueda de soluciones ante la pérdida de ideales, que Sales y Ferré nos diga que “encerrarse en la doctrina de un sabio (…) es condenarse a perpetua tutela (…), cuando lo que importa y requiere el progreso es contemplarlas por nosotros mismos, con toda la propiedad y originalidad de nuestro pensamiento”. Y llama la atención porque, como sabemos, Sales y Ferré se adscribió desde el principio al krausismo, una doctrina que buscó las soluciones filosóficas de que adolecía la España del siglo XIX en un autor tan exótico al pensamiento español como era el alemán Krause. Y en lo que respecta al ideal político-social del que adolece España, nuestro autor se centra en los problemas que a España le está acarreando la excesiva centralización, que estaría anulando las energías procedentes de la regionalización. Dice que “mala es la anarquía; pero es mucho peor la centralización” (p. 46). Sales entiende el regionalismo como “la confluencia y fusión de los sentimientos regionales y locales en la unidad superior, un patriotismo generoso y fecundo” (p. 47). Hoy sabemos que conseguir este ideal parece que no resulta fácil, al menos en España, donde el desarrollo del regionalismo ha traído consigo una variante centrífuga dominante, surgida en País Vasco y Cataluña, que condiciona y contrarresta cualquier propósito patriótico del conjunto de sus regiones.

El segundo texto de Sales y Ferré que integra este libro es el titulado “Historia de Europa desde la revolución francesa hasta nuestros días. Síntesis y conclusión”. Estamos ante un texto que va de la página 55 a la 102 de esta edición que comentamos y que hasta la página 97 no se ocupa de lo que se llaman “grandes lunares”, es decir, defectos o contrariedades de la historia de Europa. Y es que hasta ese momento el autor se emplea sobre todo en destacar las bondades de la evolución histórica que analiza. Primero establece una serie de premisas generales desde un punto de vista civilizatorio, donde son continuas las muestras de satisfacción por los logros alcanzados: “hoy, la facilidad y rapidez de las comunicaciones ha borrado casi todas las diferencias regionales y atenuado las nacionales”, donde “el vapor y la electricidad han sido los grandes agentes de la unificación moral y social de los pueblos” (pp. 56 y 59). Y desde el punto de vista político establece tres fases: territorial o geocrática, basada en las monarquías absolutas, desde la cual, a través de las revoluciones, inglesa y francesa sobre todo, se habría pasado a la timocrática o de sufragio censitario y de esta a la democrática o de sufragio universal.

Sales analiza estas tres fases yendo a los casos concretos de Francia, Inglaterra, España y Alemania y luego en rápido bosquejo habla de otros países de Europa de rango menor. Para concluir que en nuestro continente estaríamos en el tránsito de una timocracia a una verdadera democracia. Los síntomas de optimismo tampoco serían pocos, a juicio del autor. Basten unas cuantas frases para demostrarlo: “los afectos altruistas se desarrollan; las almas se van abriendo a los grandes sentimientos de ciudad, de nación, de fraternidad humana, un soplo de simpatía corre de un extremo al otro de la jerarquía social” (p. 73). Esta reflexión se complementaría con esta otra: “Todos estos adelantos concurren a un mismo fin: despreciar la riqueza y enaltecer a la persona” (p. 74). Llega a hablar así de la clase empresarial: “los mismos que consagran su actividad a la adquisición de la riqueza, comerciantes e industriales, atienden preferentemente en sus relaciones a las cualidades de la persona” (p. 84). Y de la función pública dice: “La competencia, probada mediante oposición o título profesional, se ha establecido en una y otra rama de la administración pública como primera condición para desempeñar las funciones, exigiéndose con no menos rigor en el desempeño de ellas rectitud y probidad” (p. 84). Semejantes dosis continuas de optimismo y satisfacción, como decimos, se ven no obstante a continuación rebatidas por una zambullida en la realidad, que sorprende por su tajante refutación del panorama anteriormente descrito: “El saber rara vez obtiene la justa recompensa; la virtud vive a menudo en la indigencia; el sufragio universal no ha despojado a los ricos del monopolio del poder ni disminuido la corrupción política, y las medidas a favor de los obreros han resultado en parte ilusorias o ineficaces” (p. 89).

Las dos soluciones con las que contaríamos para resolver estos vastos problemas son, por un lado, la socialista y por el otro la individualista. Ambas rebatidas por Sales y Ferré, en especial la solución socialista, de la que dice: “Solamente los desesperados, los incapaces, los de constitución desequilibrada o enferma le seguirán; los que puedan con el trabajo satisfacer de algún modo sus necesidades le volverán la espalda” (p. 91). Pero tampoco le sirve la solución individualista: “La patria es sacrificada a los partidos, el mérito al favor, la justicia a la conveniencia, la virtud al dinero. Nada de amor al prójimo; la explotación del hombre por el hombre es la ley de la vida. He aquí la obra del individualismo” (p. 92). Al final, la clave de la solución será mixta y consistirá en respetar “la libertad del individuo y la solidaridad del conjunto” (p. 93).

En el orden de las relaciones internacionales, Sales y Ferré propugna la federación europea, dentro de la cual constituirá una premisa necesaria el Estado ibérico, esto es, “la fusión de España y Portugal” (p. 94). Pero aparte de este ideal iberista, típico del progresismo español protagonista de la revolución de 1868, los demás ideales que nuestro autor considera a punto de ser alcanzados en Europa resultan, como decimos, de una carga de ingenuidad considerable, sobre todo a la vista de lo que vino después en España, en Europa y en el mundo. Para Sales y Ferré al siglo XX no le quedaría más misión que la culminación de todos los adelantos entrevistos en su época: “Al siglo vigésimo incumbe acabar de remover las pocas barreras que aún separan a los pueblos” (p. 97). Y como “pequeños lunares” de nuestra civilización europea ante el “progreso inmenso” alcanzado, Sales y Ferré destaca cuatro: el alcoholismo, la prostitución, el suicidio y, como caso particular español, las corridas de toros, que han adquirido en su tiempo “espantoso incremento” (p. 98).

Se cierra este apartado con un rasgo de etnocentrismo muy propio de la época, alimentado por una concepción biologista que por momentos adopta un tono abiertamente racial, también típico de entonces: “en todas partes se han fundado nuevos estados de sangre española, portuguesa, inglesa, francesa, holandesa, alemana o rusa. Hoy, el europeo considera ya como dominio suyo todo el universo” (p. 102). Esta misma idea racial, antipática en grado sumo a la mentalidad actual, aparecía ya en el primer texto analizado, donde dice, refiriéndose a Andalucía: “el carácter andaluz es oro puro, cuando por la educación se le purga del sedimento que le dejaron los pueblos semitas y africanos” (p. 52).

El tercero y último de los textos aquí reproducidos de Manuel Sales y Ferré es el titulado “De la civilización y su medida”. El planteamiento es el biologista que ya conocemos, donde sorprende su contundencia a la hora de aplicar criterios naturalistas a la explicación de fenómenos puramente humanos y sociales, a lo que se añade ahora, y de manera ya más abierta si cabe, el profundo patriotismo español que informa todas sus consideraciones. Empieza dirimiendo la clave del paso del salvajismo a la barbarie, que estima en la fundación de la familia, del mismo modo que el paso de la barbarie a la civilización reside en la fundación de las ciudades. Y a continuación define al individuo como un agregado de herencia física y tendencias sociales, definiendo estas últimas como el producto de la “modificación del sistema nervioso causada por la presión secular de la sociedad”, de modo que el individuo es incomprensible sin su inserción en un medio social, el cual proporciona a todos los individuos que lo integran una idéntica conciencia social. Para definir esta, Sales y Ferré continúa con su biologismo, partiendo de una misteriosa “conciencia celular”: del mismo modo que el individuo es una “síntesis de conciencias celulares”, la conciencia social es una “síntesis de conciencias individuales”. La conciencia social es el principio que lleva a cabo todas las acciones que informan una civilización, pero para explicar el grado de evolución de esta, Sales y Ferré solo tendrá en cuenta la organización social y política de la misma, porque otras manifestaciones de esa conciencia social como las letras o las ciencias no servirían para medir eso. Y pone el ejemplo de España, que cuando más postrada estaba en el siglo XVII, más nivel alcanzaron sus manifestaciones artísticas. Pero es que la manija de la evolución no la lleva el arte, a juicio de Sales, sino la política: para nuestro autor los dos hechos determinantes de nuestra civilización europea han sido la democracia ateniense y la revolución inglesa. Vuelve a insistir en el principio biologista por encima del progreso lineal, para explicar la evolución de las sociedades: “toda sociedad nace con una capacidad evolutiva, determinada por las aptitudes étnicas de sus individuos y las condiciones del medio ambiente” (p. 115). Para que una sociedad que ha realizado un ideal –pensemos en España y su imperio católico- pueda restaurar sus fuerzas o adquirir un nuevo ideal, Sales y Ferré pone esta condición: “este renacimiento no es posible, salvo el caso de efectuarse una infusión de sangre nueva” (p. 116), solución ante la que preferimos no considerar hasta qué punto es una metáfora o una apelación real. El análisis de la situación española no puede ser más inmisericorde: “Nuestras instituciones representativas son meras sombras; la arbitrariedad ministerial desciende a pequeñeces a que jamás llegara el absolutismo monárquico; hemos matado la vida municipal y provincial, y hemos creado una burocracia monstruosa, costosísima, esquilmadora. De moral pública no nos queda vestigio; aplicamos a la dirección de los negocios públicos el criterio privado; el sentimiento nacional ha dejado de latir en nuestras almas. No somos una nación; somos mera agrupación de individuos. El vínculo que nos une es meramente externo, mecánico” (pp. 118-119). Esta crítica a la situación española de su momento histórico y situada, como decíamos al principio, en el cambio de siglo XIX al XX, está desprovista, no obstante, de toda la argumentación cientifista que ya conocemos. Porque pensar en España como nación, provistos solo con los principios evolutivos, llevaría a considerar que el Desastre de 1898 habría tenido que ser necesariamente la antesala de nuestra consunción como país. Y a eso Sales y Ferré no está dispuesto de ninguna de las maneras. Lo que tenemos en su lugar es Regeneracionismo español en estado puro, es decir, un patriotismo tan fuerte que Sales y Ferré intenta con él sobreponerse a la caótica situación nacional, por todos los medios a su alcance. Su actitud es muy clara al respecto de España: “¿Puede aún salvarse? No lo sé; solo sé que es deber de todo español el trabajar para ello” (p. 119). Con lo cual se reafirma en Manuel Sales y Ferré un planteamiento teórico basado en conceptos propios de su época, singularmente el evolucionismo, que al desarrollarlos le hacen caer en las contradicciones que hemos ido viendo. Y no solo eso, sino que, a la hora de buscar soluciones prácticas, se desentiende de todo ese andamiaje teórico y determinista, proponiendo una solución tan voluntarista y consciente como es la de su indisimulable patriotismo español.

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