Reinventar la Antigüedad. Historia cultural de los estudios clásicos (blog)

por Francisco García Jurado

 

En su admirable prólogo a la Decadencia y ruina del Imperio Romano de Edward Gibbon, decía Jorge Luis Borges que hoy ya no leemos a Plinio el Viejo en busca de precisiones, sino de maravillas, si bien esta circunstancia no ha alterado en nada la fortuna del gran naturalista. Algo similar ocurre con Gibbon, cuyo inglés sereno y taciteo nos sumerge ya no solo en una supuesta época, sino en el imaginario protorromántico de la bella agonía de un gran imperio. Que la Historia Antigua no es solo lo supuestamente acontecido, sino aquello que cada época narra acerca de tales hechos, es un argumento más que suficiente para que nos apercibamos de la importancia que cobra la Historiografía a la hora de acercarnos al pasado. Ciertamente, los relatos históricos no son actas notariales, sino evocaciones más o menos afortunadas, si bien mayormente inspiradas por las modernas circunstancias en que se escriben tales relatos. Como bien apuntó Benedetto Croce, toda historia es en realidad historia contemporánea.

El libro que ahora tengo en mis manos es fruto de un interesante esfuerzo por ofrecer un panorama de la moderna Historiografía de la Antigüedad de la mano de algunas de las personas que la han hecho posible desde el siglo XVIII hasta nuestros días. De esta forma, la presente obra lleva a cabo una semblanza crítica de dieciocho historiadores, catorce hombres y cuatro mujeres, a partir de unas pautas comunes, como son los datos biográficos esenciales, la formación académica del personaje, el contexto histórico donde se inscriben sus ideas, las instituciones a las que se vinculó, los temas y problemas principales de su obra, así como, finalmente, la influencia ejercida posteriormente. Este esquema común permite que tengamos un conjunto orgánico de estudios y no una mera acumulación de biografías, de manera que la diversidad de planteamientos historiográficos e ideológicos es percibida más fácilmente gracias a tales pautas comunes.

Tras una utilísima nota inicial que justifica la naturaleza y razón de esta monografía, se pasa directamente a lo que resulta un verdadero desfile de personajes: Edward Gibbon, George Grote, Johann Gustav Droysen, Theodor Mommsen, Numa Denis Fustel de Coulanges, Jane Ellen Harrison, Mijaíl Ivánovich Rostóvtzeff, Eric Robertson Dodds, Joseph Vogt, Ronald Syme, Arnaldo Dante Momigliano, Moses I. Finley, Santo Mazzarino, Elena Mikhailovna, Geoffrey E. M. de Ste. Croix, Jaqueline de Romilly, Nicole Loraux y Peter Robert Lamont Brown. Esta manera de trazar la moderna Historiografía de la Historia Antigua desde los más importantes productores de sus relatos supone una elección deliberada, pues un planteamiento de este tipo participa tácitamente de uno de los presupuestos más “románticos” de la propia Historia de la Ciencia, como es el del estudio de sus “héroes” y “fundadores”. Por ello me parece muy oportuno que en los estudios de cada autor se haya considerado también su recepción y, de manera particular, la recepción hispana, pues sin tales recepciones, es decir, sin la consideración de cómo repercuten las ideas en nuevos ámbitos culturales, esta historia resultaría a todas luces incompleta. Sin producción académica no puede haber ciencia (esto parece obvio), pero tampoco puede haberla sin la debida recepción, especialmente la recepción que se encamina a nuevos ámbitos culturales.

Borges decía en una de sus famosas entrevistas que “elegir” era “prescindir de”. Por ello, en una selección de estas características es inevitable que puedan echarse de menos otros historiadores de la Antigüedad no contemplados en ella, cortapisa que semejantes empresas han de asumir de antemano.  De manera particular, he echado de menos a Winckelmann (si bien sabemos que era historiador del arte antiguo) o a Niebuhr, cuya incidencia en la cultura hispana no ha sido suficientemente estudiada. Entre las historiadoras, me hubiera gustado ver algún estudio dedicado a Sarah B. Pomeroy o Claude Mossé, especialmente en lo relativo al interés que ambas mostraron por la mujer durante la Antigüedad. No obstante, Salvo Pomeroy, las otras tres personas referidas aparecen, siquiera fugazmente, dentro de alguno de los estudios, como podemos comprobar sin dificultad alguna consultando el útil índice onomástico que cierra el volumen.

Asimismo, me ha gustado que la obra refleje la dimensión política de los planteamientos historiográficos presentados, desde posturas abiertamente liberales hasta planteamientos de naturaleza marxista y dialéctica. Estas dimensiones políticas no resultan, a mi juicio, en absoluto ajenas a los propios relatos historiográficos, dado que condicionan incluso la elección de objetos de estudio en función de tales intereses. El helenismo es, por ejemplo, consustancial para Droysen como historiador que vive durante la expansión prusiana. No me resisto a contar una pequeña anécdota en relación con lo aquí expuesto. Hace unos años, pude leer en el extinto diario YA una curiosa reseña escrita por Ricardo de la Cierva a propósito de uno de los tomos dedicados a Hispania en la “Historia de España Menéndez Pidal” (España romana. La sociedad, el derecho, la cultura. T. II. Vol. II” (1982)). El primer capítulo de la obra, titulado “La Hispania romana”, había sido escrito por un joven Julio Mangas Manjarrés, historiador de clara vocación marxista. Ya simplemente el título de la reseña daba cuenta de la disparidad ideológica entre reseñista y autor: “Un ovni marxista en la España Romana”’. En este caso, las posturas son claras y están a la vista, pero resulta más interesante, si cabe, cuando tales posiciones se vuelven invisibles y consiguen imbuir de ideología la propia conceptualización de la realidad.

Por otra parte, esta obra tiene la virtud de enseñarnos muchas cosas que no sabíamos acerca de los historiadores considerados, al tiempo que nos deja reconocernos en ellos, básicamente al hilo de algunos recuerdos que sus libros nos reportan. Permítaseme hacer un pequeño e inusitado recorrido sentimental por ciertos autores estudiados en este volumen. Comienzo por Edward Gibbon y, en especial, su Autobiografía, cuya antigua traducción al español pude leer gracias a la benemérita colección Austral de la editorial Espasa-Calpe (1949). El libro fue publicado en Buenos Aires. Esta pequeña obra, mucho menos conocida que su monumental Decadencia y ruina del Imperio Romano, nos traslada como por arte de magia al mundo ilustrado de nuestro historiador, a sus ociosos años universitarios y a su Grand Tour, así como a sus primeros desvelos literarios. De Theodor Mommsen recuerdo especialmente una edición alemana de su Historia de Roma, publicada en Viena el año de 1934, con bellísimas fotografías en blanco y negro, que adquirí durante mis tiempos de estudiante en Ámsterdam. Como bien se indica en el estudio correspondiente a Mommsen, en su obra falta un cuarto volumen dedicado a los emperadores, circunstancia que dio lugar a un precioso cuento de Julio Cortázar en lo relativo a Caracalla:

Sabio con agujero en la memoria

“Sabio eminente, historia romana en veintitrés tomos, candidato seguro al Premio Nobel, gran entusiasmo en su país. Súbita consternación: rata de biblioteca a full-time lanza grosero panfleto denunciando omisión Caracalla. Relativamente poco importante, de todas maneras omisión. Admiradores estupefactos consultan Pax Romana qué artista pierde el mundo Varo devuélveme mis legiones hombre de todas las mujeres y mujer de todos los hombres (cuídate de los Idus de marzo) el dinero no tiene olor con este signo vencerás. Ausencia incontrovertible de Caracalla, consternación, teléfono desconectado, sabio no puede atender al Rey Gustavo de Suecia pero ese rey ni piensa en llamarlo, más bien otro que disca y disca vanamente el número maldiciendo en una lengua muerta.”

(Julio Cortázar, Historia de cronopios y de famas, 1962).

Ahora me voy hasta Rostóvtzeff, de quien recuerdo la versión española de su Historia social y económica del Imperio Romano, publicada en dos tomos por Espasa-Calpe en 1981 y vendida como saldo por la misma casa editorial hacia 1993, pues fue cuando la adquirí en la sede madrileña de Gran Vía. Se trata de una cuidada edición, enriquecida con precioso material fotográfico y documental. De Dodds recuerdo, fundamentalmente, su obra titulada Los griegos y lo irracional, publicada en una ya extinta colección de Alianza Editorial, y que leí absolutamente deslumbrado con dieciocho años, antes de comenzar la carrera de Filología Clásica. Finley, en particular su libro titulado El mundo de Odiseo, en los breviarios del Fondo de Cultura Económica, fue uno de los solaces que pude encontrar como lectura en la asignatura de Literatura Griega que recibí durante el segundo curso de la carrera. Me sorprendió de este libro su frescura narrativa y la recreación de un mundo tan lejano como el odiseico. Finalmente, de Peter Brown recuerdo su obra acerca de la Antigüedad Tardía, a la que me acerqué a propósito de mi tesis doctoral acerca de los verbos de vestir en la lengua latina, pues la concepción del cuerpo y del vestido también se vio alterada por aquella nueva realidad que llegó a partir del siglo III de nuestra era. A partir de Henri Irénée Marrou y su revelador libro titulado Décadence romaine ou Antiquité Tardive?, Brown vino a consolidar aquella categoría historiográfica más aséptica y descriptiva, “Antigüedad Tardía”, que relegó la de “Decadencia” a los terrenos de la estética. En realidad, ya el “Decline” de Gibbon presentaba unos innegables valores estéticos que alcanzaron todo su esplendor a lo largo del siglo XIX, llegando incluso definir períodos enteros de la literatura latina y francesa.

No quiero terminar esta reseña y semblanza sin un elogio para Urgoiti Editores, quien desde hace años viene publicando interesantísimas monografías historiográficas. Recuerdo que durante un congreso en la Universidad Carlos III de Madrid encontré uno de sus catálogos, justamente el dedicado a su colección “Historiadores”, centrada precisamente a la Historiografía española, con un panorama de estudios que me pareció verdaderamente revelador y admirable. Esta labor no la van a hacer, sin duda, los grandes grupos editoriales.

Felicito, por tanto, tanto a las personas que tuvieron la sana idea de publicar una monografía de estas características como a todas las demás que han colaborado con el buen hacer que solo brinda la generosidad en la elaboración de los estudios que la componen.

 

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