Pasado y Memoria, núm. 28, 2024

 

por Emilio La Parra López (Universidad de Alicante)

 

La editorial Urgoiti dedica un volumen de su prestigiosa colección «Historiadores» a Miguel Artola, fallecido en 2020. El autor se lo merece, sin duda, y también la colección, cuyo bien ganado prestigio queda incrementado con su inclusión.

En el inteligente y sabio estudio preliminar, muy cuidadoso y lleno de matices, traza Ignacio Fernández Sarasola la trayectoria de Miguel Artola, al que con razón califica de «historiador infatigable». Artola es bien conocido en España –y fuera de ella– no solo por sus compañeros de profesión, sino también por las personas cultas en general, tanto por el impacto de su obra, como por su presencia en los medios, especialmente tras ser galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales (1991). Quienes nos dedicamos al estudio del siglo XIX estamos obligados a tener muy presente a Artola en nuestro trabajo, pues sus publicaciones siguen siendo referentes indiscutibles, aparte de que sus aportaciones sobre ciertos temas no han sido superadas (me refiero en particular a su impresionante estudio del reinado de Fernando VII, aparecido en 1968 como uno de los volúmenes de la Historia de España fundada por Menéndez Pidal, en el que no sobra ninguna de sus 999 páginas). Además, como resalta Fernández Sarasola, siempre prestó Artola gran atención a los fundamentos doctrinales de los acontecimientos históricos, y por este motivo su obra ha tenido gran proyección entre los estudiosos de las ideas políticas, los juristas y los filósofos. Se trata, pues, de un historiador muy influyente en distintos campos, que ha desempeñado un papel pionero en la historiografía española, entre otras facetas a la hora de abordar el tránsito del siglo XVIII al XIX, esto es, el tiempo del paso de la Ilustración al Liberalismo, título del libro que nos ocupa, en el que se incluyen dos trabajos suyos dedicados a Jovellanos y a Agustín Argüelles, personajes paradigmáticos de esa transición.

El primero, Vida y pensamiento de Gaspar Melchor de Jovellanos, fue publicado inicialmente en 1956 como prólogo a las Obras del ilustrado asturiano editadas por la benemérita colección Biblioteca de Autores Españoles (BAE) de la editorial Atlas. Reparemos en la fecha. Acorde con la composición mental del régimen franquista, el tono general de la Universidad española en los años cincuenta del siglo pasado era adverso a la Ilustración, y por extensión a cualquier movimiento racional, al que se tildaba de desviación extranjerizante ajena al espíritu español, caracterizado por su profundo y exclusivista catolicismo. Desde este supuesto, sorprende que Artola enfocara la vida y el pensamiento de Jovellanos con la libertad que refleja su estudio. Actúa como si estuviera situado en un escenario distinto al español del momento, y se comporta como el científico desapasionado –este ha sido uno de los rasgos de su trayectoria profesional– atento rigurosamente a la documentación histórica. Artola nos presenta a un Jovellanos católico, faceta que no considera necesario resaltar, pero asimismo racional, profundamente crítico ante los problemas de su tiempo, siempre dispuesto a promover el progreso de España, tanto mediante la ejecución de las múltiples empresas acometidas personalmente, como por sus propuestas intelectuales y políticas, cuyas bases quedan expuestas en este estudio: el individuo como elemento simple y fundamental, la razón como fuerza, la felicidad como meta (entendida la felicidad como el progreso material) y la fe en la ley natural. A partir de aquí, Artola traza el «programa positivo» (así lo denomina) de Jovellanos, consistente en el ciudadano como nuevo tipo social, la garantía de la propiedad de la tierra y el progreso de la agricultura, y el impulso de la industria, el comercio y la minería («es en este [último] terreno donde la idea de la plena propiedad llega en Jovellanos a los mayores extremos», afirma). Jovellanos propugnó al respecto un nuevo estatuto jurídico, basado en la defensa de la propiedad privada, la libertad económica y la igualdad ante la ley. En suma, la destrucción de la sociedad estamental y de su base económica y jurídica, o sea, un programa liberal, apostilla Artola, con un importante matiz: Jovellanos, como los ilustrados españoles en general, no llegaron a elaborar un tratado político que rebasara los principios del llamado despotismo ilustrado.

Este enfoque de Jovellanos fue una auténtica novedad en la España del momento. Evidentemente, Artola hizo gala de una valentía intelectual –y personal– más que apreciable, porque no oculta, sino resalta que ese ideario de Jovellanos se nutrió de los principios doctrinales del pensamiento más avanzado de su tiempo, incluido el de los philosophes, casi tan denostados en la España franquista como los masones, socialistas y comunistas. Pero una cosa fue el pensamiento de Jovellanos y otra su plasmación cuando tuvo oportunidad de hacerlo, en especial al ser llamado en 1798 a formar parte del Gobierno en calidad de secretario de Gracia y Justicia. Artola asume el juicio de Ángel del Rio sobre la «esterilidad» del paso de Jovellanos por el poder, cuyas causas, dice, «es preciso buscarlas, no en una oposición personal, sino en la profunda variación experimentada en la línea política del Gobierno, variación que incluso se manifiesta en lo accesorio.» Y sigue: a finales del XVIII «la hora de los antiguos gobernantes ha pasado». Jovellanos fue uno de ellos. La anotación es fundamental, a mi parecer, para explicar la caída y destierro de Jovellanos, así como su fracaso político, tanto en tiempo de Carlos IV, como a partir de 1808. La explicación del fracaso, pues, no habría que buscarla solamente (el adverbio es importante) en la animadversión hacia la persona de Jovellanos de ciertos individuos muy influyentes –en especial Godoy y la reina María Luisa– como han hecho y siguen haciendo muchos, sino también en el lugar en que se situó el asturiano por voluntad propia en el nuevo contexto político determinado por la revolución en Francia y la irrupción de Napoleón. Esta es una línea interpretativa que a mi parecer no ha sido desarrollada como se merece, a pesar de los múltiples –y excelentes– estudios sobre Jovellanos aparecidos después del texto de Artola que nos ocupa.

El segundo de los trabajos integrantes de este volumen editado por Urgoiti también fue en origen un estudio preliminar, en este caso a la reedición por la Junta del Principado de Asturias en 1996 del Examen histórico de la reforma constitucional de España de Agustín Argüelles (primera edición en 1835). El intervalo entre los dos textos de Artola no se debe medir solo con criterio cronológico (nada menos que 40 años), sino en función del estado de la historiografía española. En 1996 esta había experimentado una profunda transformación y gran desarrollo, gracias entre otras causas al magisterio de Artola, de manera que el factor innovador del dedicado a Argüelles no es tan acusado como el relativo a Jovellanos.

Del trabajo sobre Argüelles cabe resaltar la valoración de las Cortes de Cádiz a partir del Examen constitucional, escrito este del que dice Artola «es el primer estudio de la obra revolucionaria que llevaron a cabo de 1810 a 1813» los liberales españoles; «es el relato de una experiencia y un análisis del fenómeno más importante de la contemporaneidad.» No menos relevante es la excelente exposición del Discurso preliminar a la Constitución de 1812, cuya autoría atribuye Artola sin duda alguna a Argüelles, y cuyo objetivo fue «legitimar la monarquía parlamentaria.»

Fernández Sarasola escribe en su estudio preliminar que si cabe resaltar un aspecto esencial en la obra de Artola, este sería su consideración de 1808 como el inicio de una auténtica ruptura política, económica y social del Antiguo Régimen. Hubo, pues, revolución liberal. Esta lección del maestro ha dado sus frutos, como permite constatar el examen de los abundantes estudios publicados recientemente sobre la materia, en especial con motivo de la celebración del bicentenario de las Cortes de Cádiz.

Rasgo muy acusado del historiador Miguel Artola ha sido su claridad en la exposición, así como su escasa inclinación a cambiar sus puntos de vista. Elocuente muestra de ello es su persistencia en calificar de «parlamentario» el sistema basado en la Constitución de 1812, extremo en el que abunda en su trabajo sobre Argüelles. Artola entiende por sistema parlamentario aquel en el que en caso de conflicto entre el Gobierno –representante del rey– y las Cortes, que representan a la nación, el parlamento tiene la última decisión; si se impone la Corona, estaríamos –afirma– ante una monarquía constitucional. Artola no ha tenido en cuenta en esta cuestión –apunta Fernández Sarasola en el estudio preliminar– la definición de sistema parlamentario admitido por el Derecho Constitucional y la Ciencia Política, esto es, «un sistema de colaboración entre Gobierno y Parlamento, que implica una relación de confianza garantizada a través de la investidura del primero por el segundo… y la posibilidad de exigir responsabilidad política para poner fin a la citada relación fiduciaria.» (p. LX) La Constitución de 1812 no contempló todo esto. Joaquín Varela Suanzes-Carpegna puntualizó en un artículo aparecido en la Revista de las Cortes Generales que hubo que esperar a la muerte de Fernando VII (1833) para que se pusieran en práctica en España algunos de los mecanismos que caracterizan el régimen parlamentario. Artola hizo caso omiso de ese artículo, publicado en 1993, tres años antes de su estudio sobre Argüelles, y de otros encaminados en la misma dirección.

Con mucho tacto y respeto, apunta Fernández Sarasola que desde su prematura jubilación (1988) se percibe en los escritos de Artola una mayor propensión al estilo ensayístico y cierta falta de puesta al día bibliográfica. Es un elemento a tener en cuenta a la hora de valorar su obra desde esa fecha. Con todo, nada impide reconocer su magisterio y su dimensión como historiador insuperable. De ahí la pertinencia de releer sus textos cuando, como en esta ocasión, están editados muy cuidadosamente, acompañados de un siempre utilísimo índice onomástico.

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