Espacio, Tiempo y Forma. Hª Contemporánea, 33, 2021

por Tomás Aguilera Durán (USC)

 

Para poner en contexto este libro es importante señalar que se trata de la adaptación de una tesis doctoral (Cantabri aut Vascones. La recepción de la antigüedad en la cultura histórica vasca del siglo XIX) de la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea, defendida en 2018. Dirigida por Antonio Duplá Ansuategui (autor del prólogo), se enmarca en las actividades del proyecto Antigüedad, nacionalismos e identidades complejas en la historiografía occidental: aproximaciones desde Europa y América Latina (1789-1989) (ANIHO), que lleva desde 2012 desarrollando iniciativas, publicaciones y encuentros de primer nivel. Esto es clave porque sitúa a este trabajo dentro de una línea de investigación específica, muy consolidada en España en los últimos años, dedicada al estudio de la presencia de elementos históricos o culturales antiguos en la construcción de identidades y discursos contemporáneos. La propia editorial no es ajena a este impulso; Urgoiti es todo un referente en la reedición de obras historiográficas (muchas de arqueología e historia antigua) con estudios preliminares planteados desde esta perspectiva.

El libro parte de una apreciación convincente: cuando se alude a la base cultural de los regionalismos y nacionalismos, a menudo se reproducen preconcepciones que simplifican realidades muy complejas. Respecto a la historiografía sobre la Antigüedad vasca, aunque existen algunos estudios específicos y muchas menciones en obras generalistas, faltaba un trabajo de conjunto que profundizase en sus múltiples implicaciones. Desde luego, se maneja de forma exhaustiva una cantidad ingente de datos, autores y obras; afortunadamente, el estilo es impecable y la claridad expositiva una norma a lo largo de sus páginas. La «Introducción» es un buen ejemplo: delimita conceptos y planteamientos suficientemente, sugiriendo un fondo teórico sólido, pero de forma sintética y asequible, sin caer en ningún tedioso estado de la cuestión.

Para explorar esa complejidad, el autor ha decidido aplicar premisas y términos propios de la teoría de la recepción, que ha irrumpido con fuerza en este ámbito desde la filología anglosajona. Afecta esto a la propia conceptualización de la «Antigüedad» como una construcción intelectual, subjetiva y presente (en vez de absoluta, objetiva y pretérita), enfatizándose el papel activo del receptor y considerando toda referencialidad como un fenómeno de ida y vuelta («el pasado en el presente», «el presente en el pasado»). Por muy básicos que estos principios puedan parecer, coincido en que su asimilación explícita en los estudios historiográficos es útil para mantener presentes ciertas cautelas y potenciar distintos niveles y aristas interpretativas. También es verdad que este tipo de conceptos está empezando a normalizarse de un modo superficial: bajo la etiqueta de «estudios de recepción» se están publicando trabajos básicamente positivistas, que son puramente descriptivos o simples juicios de valor encubiertos sobre un historiador precedente o un antagonista ideológico. No es este el caso, en absoluto, sino un buen ejemplo de las posibilidades que esta propuesta transdisciplinar tiene en su aplicación al estudio historiográfico clásico.

La propia estructura del libro busca potenciar la multiplicidad de enfoques, combinando un bloque cronológico con otro temático. El primero divide el siglo XIX en tres etapas: «El ocaso del Absolutismo (1795-1833)», «Entre dos guerras carlistas (1833-1872)» y «El último cuarto de siglo (1872-1900)». Analiza así de manera diacrónica el lugar que ocupó la visión de la Antigüedad en las distintas reformulaciones de la identidad vasca y navarra, especialmente en lo que respecta a su encaje con el Estado español: trata las adaptaciones del foralismo tradicional en el temprano liberalismo y el absolutismo; el surgimiento del paradigma romántico relacionado con el fuerismo del contexto isabelino; la persistencia de la reacción ultracatólica ligada al carlismo; la polarización tras 1868 y la confrontación con el centralismo de la Restauración; la incidencia de la profesionalización de la historia en la heterogénea realidad finisecular, así como la irrupción del racialismo nacionalista en los últimos compases. En efecto, todos estos procesos se proyectaron con más o menos fuerza en la Antigüedad, ya fuese para reforzar la idea de la constante independencia del país, reforzar el prestigio de sus orígenes míticos, movilizar el compromiso patriótico de la población o retrotraer fórmulas que hiciesen compatible la excepcionalidad vasca con la lealtad dentro de la nación española, como reducto, de hecho, de su esencia más ancestral.

El segundo bloque, la parte más interesante, profundiza de manera transversal en los tres grandes temas que centraron estas controversias. Empieza por «La búsqueda de los ancestros», es decir, cómo se abordó la cuestión del origen y la denominación étnica de los antiguos vascos, así como sus límites geográficos y rasgos característicos. Especialmente complejo y bien tratado es el debate en torno a la inclusión de los vascones dentro del ámbito cántabro (vascocantabrismo); igualmente importante es el análisis de los mecanismos de adaptación de ciertos tópicos etnográficos, como la belicosidad o el monoteísmo. En segundo lugar, «Las glorias patrias» se ocupa de la selección, magnificación y resignificación de determinados episodios históricos en la conformación de un relato sobre el pasado remoto alternativo al español: desde los mitificados mercenarios de la Segunda Guerra Púnica hasta las Guerras Astur-Cántabras, pasando por ciertos hitos de las guerras civiles, como el asedio de Calagurris. Finalmente, «Roma y los vascos» se acerca a la gran controversia en torno al verdadero alcance de la romanización en la región, el grado de dominio político e influencia cultural. Este asunto planteaba grandes dilemas acerca de las nociones de civilización y barbarie, independencia y aislamiento, y demuestra la complicada relación entre la narrativa literaria y la evidencia arqueológica.

En mi opinión, el aporte metodológico fundamental de esta obra es la variedad de fuentes manejadas. Ciertamente, el análisis historiográfico ocupa un lugar predominante, aunque entendido en un sentido amplio; se ocupa, por ejemplo, de la trascendencia que tuvieron determinados hallazgos epigráficos o arqueológicos, complementando el estudio de las publicaciones con documentos diversos (manuscritos, informes, cartas, etc.). Pero, sobre todo, destaca el análisis sistemático de la literatura, lo que no es muy habitual en este tipo de trabajos. Su incorporación permite explorar mejor la presencia de estas temáticas a distintos niveles sociales, considerar el papel del folklore e identificar diferentes fenómenos de retroalimentación o distanciamiento entre la producción académica y las recreaciones histórico-legendarias del ámbito divulgativo. Asimismo, la consideración de otros medios propiamente decimonónicos, tales como la prensa o los debates parlamentarios, ayudan a dimensionar el alcance político concreto del discurso historiográfico. Todo esto tiene relación con un concepto, el de República de las Letras (local, provincial y nacional), que opera a lo largo de todo el trabajo para definir el complejo entramado de instituciones e individuos, con sus medios de difusión y sus consensos conceptuales, que actuaron de forma interrelacionada en la conformación de la cultura histórica vasca.

Por pedir que no quede; el libro hace un estudio bien trabado de historiografía, arqueología, literatura y retórica política, pero la iconografía queda un poco al margen. Sus 18 figuras son pertinentes e ilustrativas, pero podrían haberse integrado más en el análisis. Especialmente seis de ellas, que son grabados y pinturas de personajes y episodios de la Antigüedad vasca, sugieren posibilidades solo esbozadas acerca del papel del arte en esos procesos: ¿qué presencia relativa tuvieron estos asuntos en las ilustraciones de la prensa y los libros utilizados? ¿Puede identificarse en ellas alguna tendencia cronológica, temática o política? ¿Cómo reflejan estas recreaciones estéticas la caracterización etnográfica, la implicación ideológica o el avance académico sobre los antiguos vascos?

Más allá del tema concreto, hay algunas cuestiones de calado que transitan todo el recorrido. Una de ellas es la consideración sobre la función específica que cumplieron los textos grecolatinos. En efecto, buena parte del esfuerzo del análisis se centra en desentrañar cómo las obras clásicas relativas a los pueblos del norte de Iberia (especialmente Estrabón y Silio Itálico) fueron constantemente invocadas, seleccionadas y adaptadas como base de los diferentes discursos. Concluye el autor que constituyeron un referente insustituible, a pesar de la importancia del factor lingüístico o la creciente relevancia de la arqueología. Aunque las lagunas y contradicciones de los textos generasen debates insólitos y su sesgo barbarizante obligase a forzar al extremo muchas de sus interpretaciones, los mismos pasajes fueron continuamente revisitados para demostrar una idea y su contraria. Dicho fenómeno estimula reflexiones interesantes acerca de las dinámicas de recepción de la fuente escrita, sobre cómo su contenido condiciona la dirección del discurso moderno, y viceversa, la capacidad que el discurso moderno tiene de transformar (de forma inconsciente o deliberada) la lectura de un texto antiguo.

Otra cuestión fundamental del estudio es la consideración del caso vasco en relación con el ámbito español y europeo. Se trata de contextualizar sus debates y corrientes como parte de fenómenos más amplios y, en efecto, logra identificar notables confluencias en asuntos como el redescubrimiento romántico liberal del pasado prerromano, las políticas de heroización de las antiguas gestas bélicas, las contradicciones entre autoctonismo y clasicismo a propósito de la presencia de Roma o el modo en que se aplicaron las teorías lingüísticas y raciales. Sin duda, esta amplitud de miras es uno de sus principales méritos, pues permite ubicar mejor el proceso identitario vasco y relativizar su originalidad. Eso sí, cualquier visión panorámica como esta conlleva el inconveniente de extender la contextualización, que en este caso abarca, ya no solo la historia cultural del siglo XIX vasco, español y europeo (francés, británico y alemán, fundamentalmente), sino también las circunstancias de las fuentes antiguas, así como sus mediaciones medievales y modernas. En este sentido, la labor de síntesis del autor es titánica y muy bien resuelta. Quizá podría haber aligerado los marcos más generales o la retrospectiva sobre el siglo XVIII, pero también es cierto que esto ayudará a situarse al lector no especializado. Resultan particularmente pertinentes sus apuntes acerca de otros fenómenos «periféricos», como el celtismo galés, escocés y bretón, con elementos afines al caso vasco. A este respecto, una línea muy interesante que podría explotarse más en el futuro sería la búsqueda de conexiones y divergencias con otros discursos identitarios aún más cercanos, como el celtismo gallego o el helenismo catalán.

Finalmente, si la intención inicial era superar preconcepciones en torno a la identidad vasca, el punto clave del libro es la demostración de su verdadera complejidad. Queda claro que los debates decimonónicos sobre la Antigüedad vasca tuvieron un alto grado de politización, pero no hay que confundir esto con una confrontación simple ni deben presuponerse asociaciones automáticas y cerradas entre las distintas ideologías y su proyección historiográfica. Por el contrario, el autor desvela una realidad llena de matices, multiplicidad de enfoques y divisiones internas, así como puntos de encuentro y simbiosis entre círculos políticamente alejados. Resulta especialmente perspicaz la idea de la flexibilidad y adaptabilidad de la cultura foral al devenir político de este periodo turbulento, en el discurso monárquico y republicano, liberal y conservador, absolutista y democrático; lo es igualmente la noción del solapamiento de identidades, el modo en el que se compatibilizan, con fricciones y contradicciones, los discursos locales, regionales, nacionales y supranacionales.

Cuando un análisis racional y metódico revela el armazón de la identidad etno-histórica, la consecuencia inevitable es la relativización de cualquier formulación que se haga de ella en términos absolutos y excluyentes. «Las identidades que se proyectan a pasados tan remotos suelen resultar más propicias para la definición de comunidades más cerradas» (p. 414). Este estudio trata sobre la Antigüedad y el siglo XIX, pero su actualidad es evidente. En este sentido, su remate es breve, pero contundente, un colofón en clave progresista en favor de un debate identitario sosegado y democrático que renuncie a pretendidas genealogías ancestrales para construir un discurso más permeable al cambio y la integración.

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