CIAN, 25-1, 2022

Cuando no se trata, como es el caso, ni mucho menos de la primera aproximación biográfica al personaje, pareciera (obligado) que la última ha de tener alguna justificación o razón de ser, más allá obviamente de la insuficiencia –que algo de eso hay– de las anteriores biografías. En el marketing alrededor de las bio-grafías –también en esto se nota que es un género literario–, a la hora de buscar dichas justificaciones, suele hablarse de la nueva como la “definitiva”. También está la “autorizada” –y su antónimo (evidente): la “no autorizada”–, cuando es el propio biografiado o sus familiares y deudos quienes acceden a que se haga y que se publique. Aquella, la “definitiva”, de algún modo, aspira a agotar el personaje, buscando que después de su publicación ya no quede prácticamente nada que descubrir ni que decir sobre éste. En el caso de Ramón Carande. La Historia y yo, de Manuel Moreno Alonso, este calificativo, si no buscado, sí puede decirse que se alcanza por el resultado final que se obtiene –aunque hay que añadir de inmediato un “casi” porque se nos anuncia un segundo volumen, teniendo en cuenta que el primero sólo alcanza hasta la jubilación de Carande en 1957; habrá que esperar, por tanto, a éste para poder hablar de la “definitiva”–. La consideración como “definitiva” de una biografía suele ir aparejada a la de su excelencia. En el caso que nos ocupa, el resultado final es, sin duda, excelente –con independencia, por supuesto, de algunas consideraciones críticas que se harán en esta recensión–. Este producto resultante, tan encomiable, no debe extrañar por provenir de un reputado y competente historiador, de extensa obra, centrada en el XIX es-pañol –es uno de nuestros más destacados especialistas en la invasión napoleónica, pero con muy notables aportaciones también en la historia cultural de este siglo–, que además ya había dado buenas muestras de su buen hacer como biógrafo de historiadores, por medio de la dedicada a Antonio Domínguez Ortiz –alguien muy distinto, desde luego, de Carande, por peripecia vital, carisma y carácter– (véase Manuel Moreno Alonso: El mundo de un historiador. Antonio Domínguez Ortiz, Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2009, a la que también le dedicamos una reseña en esta misma sede: Cuadernos del Instituto Antonio de Nebrija de estudios sobre la Universidad, 13/2010, pp. 145-148).

Lo que no se pretende, creemos –y lo da a entender también el autor en el prólogo–, es obtener ese otro calificativo que se suele dispensar en ocasiones a las biografías: el de su carácter “total”. Porque si algo se em-peña en dejar claro es que se trata de la biografía de un historiador (y qué historiador, hay que añadir de inmediato), un texto que intenta concentrarse principalmente en la trayectoria de Carande como historiador. No obstante, conviene no engañarse: el resultado final, un tanto desbordante desde un punto de vista cuantitativo (más de seiscientas páginas), sí se acerca a esa totalidad, aunque, insistimos, no se persiga. Y es que en la biografía que ofrece Moreno Alonso quedan fuera a la postre pocos aspectos de la vida del biografiado –entre ellos, entre los excluidos, tal vez sólo algunos de índole personal-familiar–. El foco, es evidente, que quiere el autor que no se desvíe, desde el propio subtítulo de la obra (La Historia y yo), de esa condición de historiador de Carande, algo que éste fue adquiriendo de modo progresivo. En efecto, aunque encuadrado administrativa-académicamente en la universidad en el ámbito de la Economía Política y la Hacienda Pública, disciplina de la que fue catedrático desde 1916, su verdadera vocación fue la Historia (usamos las mismas mayúsculas de las que se vale el autor), en la que alcanzó tardíamente (cerca de los sesenta años) la condición de maestro y en la que llegó a prodigar una influencia significativa. Es indiscutible que ésta será muy notable, y desde luego no circunscrita al campo de la Historia económica, sino que alcanzará al de la historiografía en general, a la altura, sin que resulte en absoluto exagerado afirmarlo, de Sánchez-Albornoz o Vicens Vives, estos sí historiadores profesionales (en este sentido, Moreno Alonso lo parangona, sin exageración, debe reiterarse, a la significación de Lucien Febvre en la historiografía francesa y europea).

A pesar de ser importantes las (muchas) vicisitudes vitales y los otros (muchos) perfiles biográficos que ofrece Carande –alguien que vivió, no se olvide, casi cien años y que lo hizo a fondo e intensamente– es en el historiador en el que se centra la obra. Y ello, lejos de lo que pueda parecer, da para mucho. No obstante, como decimos, el resultado a veces resulta un tanto excesivo e incluso puede achacársele al autor cierta falta de contención. El producto final es una biografía puntillosa y detallada –lo que tiene esos efectos contables o cuantitativos, en el número de páginas, antes aludidos–, basada en un amplio y solvente manejo de fuentes, a partir principalmente del rastro de Carande en distintos archivos, incluido el suyo personal en el que destaca, sin duda, lo obtenido de su inmenso y rico epistolario –la información procedente de éste es tal vez una de las novedades de esta biografía–. También es reseñable el buen uso que hace de la literatura biográfica existente sobre Carande, en la que destaca, con un lugar preferente, la que le dedicó su hijo, el polifacético Bernardo-Víctor, así como de los textos de memorias o autobiográficos que D. Ramón, sin llegar a escribir unas propiamente, dejó dispersos y que pueden computarse como tales. Con todo ello, compone, insistimos, una magnífica biografía, encabezada por un excelente prólogo de especial interés, no sólo por cumplir la función propia de estos (introducir sobre lo que sigue al lector y explicarle la cocina de la obra) sino por algunas de las reflexiones que contiene. Así, al hilo de la presentación de su biografiado, Moreno Alonso hace unos interesantes apuntes sobre el oficio de historiador, los requisitos esenciales para ejercerlo, o acerca de cómo el ego puede perturbar la práctica profesional de la Historia –no duda en reconocer a Carande, como un gran historiador, a pesar de “su desmesurado ego en no pocos aspectos”–.

Con este concreto propósito, digamos, biográfico-historiográfico –el libro comienza con la siguiente frase: “Ramón Carande, historiador, es ya historia”–, como corresponde a toda buena biografía, el texto se somete al canon clásico del orden cronológico, el de la vida del personaje, seguido éste de manera bastante estricta por el autor, en los cinco extensos capítulos –alguno de ellos muy extenso, quizá excesivamente, como se ha apuntado– que lo conformar. El libro en su conjunto responde al objetivo señalado: presentar al Carande historiador, su gestación como tal y el precipitado final verificado en su importante obra histórica (que también es objeto de un análisis pormenorizado y crítico). Ciertamente, algunos de los capítulos responden con mayor nitidez que otros a este cometido. Así deben contemplarse el II, “El descubrimiento de la historia (1914-1931)”, el IV, “El triunfo de la voluntad (1940-1949)”, y el V, “El crédito áureo del historiador (1950-1957)”. En los otros dos, el I, “Una educación sentimental (1887-1910)” y el III, “La razón y la fuerza (1931-1939)”, como en los anteriores aunque en menor medida, el biógrafo no se resiste –por mucho que lo intente, hay que pensar que no puede: nadie podría– a la rica y desbordante vida de un personaje que conoció mucho y a muchos durante noventa y siete años. Carande, puede decirse también, se lo pone fácil al autor (y de paso al destinatario final de su labor, al lector). Lejos de lo que pudiera pensarse a priori, su trayectoria, siendo básicamente la de un profesor universitario, dista mucho de que pueda calificarse como aburrida. En ello, sin duda, y es algo que apunta Moreno Alonso, tiene mucho que ver la personalidad y el carácter de D. Ramón. Al fin y al cabo, para lo bueno y para lo malo, Carande responde a ese “hombre adverbial” del que hablaba el antropólogo Lluís Duch, esto es, un ser determinado por un aquí y un ahora, por un espacio y un tiempo, en definitiva, por unas determinadas circunstancias. En el caso de Carande, esto se eleva a la enésima potencia.

En el sentido apuntado, de narrar al Carande historiador, el capítulo II resulta fundamental siendo excelentes las páginas que dedica a Altamira, en el que, si nos fijamos bien, pueden advertirse algunos paralelismos con D. Ramón. Las diferencias más bien están en el resultado final y sobre todo desde el punto de vista metodológico. Moreno Alonso nos pone delante con maestría “lo que había” y quien dominaba cuando Carande llega a la Historia, mostrando su progresiva formación como historiador, consistente ésta, primero y antes que nada, en una aprehensión del método, en el que el archivo, es decir, el documento, será el eje fundamental. Todo esto sucede, no se olvide, en me-dio de la vida de Carande, que es todo menos prosaica o previsible. Una vida en la que, entre otros cometidos, será Catedrático, Rector de la Universidad de Sevilla (apenas un año), Consejero de Estado, Consejero de una importante entidad financiera y Consejero Nacional de FET y de las JONS. En medio de todo ello –a pesar de todo ello, pudiera pensarse–, Carande desarrollará una firme vocación por la Historia. Eso explica que el capítulo I, dedicado a sus primeros años, en los que se beneficiará de una educación sorprendentemente cosmopolita (que explica por sí sola mucho de lo que será su vida), y sobre todo el capítulo III, en el que se aborda el periodo de la II República y la Guerra Civil, resulten tan interesantes. Lo es, en especial, este último, ya que relata unos años en los que Carande, ya decantado por la Historia como vocación y dedicación, tiene que hacerlo compatible con sobrevivir (personal y profesionalmente) en un periodo tan convulso, tan proceloso. Moreno Alonso cuenta muy bien la actitud de Carande durante la II República –en ese contarlo bien, va incluido por su-puesto el dejar espacio al lector para que saque sus propias conclusiones–. Así, se muestra a un Carande, republicano confeso, comprometido con el régimen del 14 de abril (será Consejero de Estado y estará a punto de ser ministro) pero también un tanto retraído en sus entusiasmos, de modo progresivo, si se nos permite la expresión, un poco “reservón” (que no tibio). El Profesor Moreno analiza muy bien el marco en el que todo esto sucede, el del papel de los intelectuales, su compromiso político, durante la II República. Con un Ortega que es quien marca decididamente el paso y el tono, de un primer momento de entusiasmo muchos pasarán como el filósofo a la desilusión o finalmente a la desafección. La conocida como “República de los intelectuales” no pasará en algunos aspectos de ser una reunión, muchas veces poco operativa, de políticos aficionados, algo que repercutirá por desgracia en muchos de sus desajustes y disfunciones. Carande se encontrará entre los primeros en situarse en un segundo plano, en adoptar cierta distancia, en su caso, bastante cómoda, respecto de una República cada vez más aleja-da de sus ideales.

Desde luego este capítulo se cierra con un episodio que nos delata a esa Carande “adverbial”, dominado por las circunstancias, al que antes se aludía. Con pocos años de diferencia pasa de sentarse en el Consejo de Estado republicano a ser designado en 1939, recién acabada la Guerra Civil, Consejero Nacional de FET y de las JONS. Como escribe Moreno Alonso, se hace falangista y se viste de azul. A pesar de todo, de esa indiscutible adhesión al régimen que acaba de inaugurarse, no logra ser reintegrado a su cátedra en la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla. Dicha adscripción al falangismo parece no bastar porque sufrirá el “acoso de los vencedores”, una muestra, un tanto paradójica, de cómo transcurren las cosas en esos días. Quizá se echa en falta una mayor profundización para conocer los motivos de esta conversión, más allá de que se limitase a seguir el consejo de algunos de sus buenos y poderosos amigos. Lo que queda claro es que fue una militancia de naturaleza puramente defensiva. La mejor prueba de ello es que será entonces, con independencia de que vuelva a la cátedra de Economía (eso sí: a desempeñarse con poco entusiasmo), cuando decida dedicarse por entero a la Historia.

A partir de ahí, los capítulos IV y V son plenamente históricos, en el sentido que viene apuntándose. En el primero de ellos, aparece el Carande decidida y definitivamente historiador. Alguien con las cosas claras muy claras desde el punto de vista metodológico, alguien que está perfecta-mente autoinstruido de cómo debe desenvolverse el trabajo del historiador –la Historia no puede hacerse sin archivos, sin documentos–, con tiempo abundante (por su obligado ostra-cismo universitario) y con ganas para llevarlo a la práctica. Será su periodo más fecundo, el de su consagración: la publicación en 1943 y 1949 de los dos primeros volúmenes de Carlos V y sus banqueros. Por su parte, el capítulo V, es el que se dedica al Carande eficaz acreedor, presto a recaudar los rendimientos pingües que le procuran el inmenso crédito –por utilizar la terminología que le era tan grata– que obtiene con sus obras históricas. Lo mejor en este capítulo son las páginas que se dedican a la historia de la historiografía española de aquellos años, que es en buena medida, una historia de los “amigos” de D. Ramón. El capítulo resulta, sin embargo, un tanto deslavazado, como construido a base de imágenes o estampas, no siempre bien conectadas entre sí (como, por ejemplo, cuando habla de sus “amigos eclesiásticos”). Es como si el autor llegase a este punto un tanto desfondado (comprensiblemente, hay que decirlo) por el esfuerzo realizado. Ello hace entendible esta forma de operar un tanto apresurada o incluso que se deslice algún error (por ejemplo, al Profesor Aguilar Navarro se le “asciende” a ministro cuando no pasó de senador en la primera legislatura democrática), sorprendente en una obra en general tan cuidada en todos sus aspectos. Hay, en definitiva, un cierto tono agotado que explica que el libro concluya en 1957, coincidiendo con los setenta años de Carande, y que se anuncié su continuación en un segundo tomo.

Con rotundidad, hay que reiterar que estamos ante un estupendo libro de historia, en este caso una excelente biografía de un historiador. Bastantes de sus muchos aciertos han sido ya apuntados. También alguno de sus pocos defectos. A lo poco que se ha indicado, tal vez habría que añadir, como negativo, algo que no es propiamente responsabilidad del autor sino más bien del editor, y que hay que achacar a la inexistencia, pensamos, de una auténtica labor de edición del texto, un cometido que siempre ha correspondido a éste. Ello hubiera evitado seguramente algunas de las reiteraciones (no buscadas) que se dan. Esta labor, como se sabe, está muy abandonada por las editoriales que se circunscriben a lo meramente orto-tipográfico (en el mejor de los casos). Por otra parte, cabe que esa primera lectura interna, en la editorial, hubiera reconducido el tal vez número excesivo de páginas que resulta finalmente. Pero como ya se ha apuntado, hasta termina por ser comprensible. Se trata, debe insistirse, no sólo de la biografía del historiador Ramón Carande sino del también del relato largo tiempo en el que este vivió, con plenitud y aprovechamiento, dejando además rastro escrito de muchas de sus actividades. Todo ello es un material muy goloso y desde luego el Profesor Moreno Alonso no se ha resistido. Ello explica algunas de las muchas digresiones en las que incurre a lo largo del libro, como esas pequeñas biografías que incluye constantemente de personajes que se cruzaron o no en la vida de D. Ramón. Con todo y con eso, el peligro que a veces se corre con este modo de proceder, el que la biografía del personaje aparezca artificiosa-mente engordada, es perfectamente sorteado en un texto en general de impecable factura e inobjetable en su acabado final.

Estos, seguramente discutibles defectos que acaban de apuntarse, son peccata minuta en un libro que no puede más que recomendarse. Es de obligada lectura no sólo para quien pretenda conocer en profundidad a uno de los padres de la historiografía española del siglo XX sino para quien esté interesado por ésta en general, en conocer como pasamos de un modo de hacer historia anclado en el acontecimiento (político) y en el relato a una forma científica, basada en el trabajo de archivo y en el documento como esencia del quehacer histórico, una historiografía, por qué no decirlo, plenamente europea. Todo ello se procura con largueza en este libro en el que un personaje fascinante, un tanto outsider pero en absoluto un marginal, un auténtico superviviente, nos lleva de la mano a lo largo de buena parte de la historia intelectual española del siglo XX.

César Hornero Méndez

Universidad Pablo de Olavide (Sevilla)

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