Aportes. Revista de Hª Contemporánea, núm. 76, 2011

Por Jorge Vilches.

   Francia fue el gran referente para los liberales españoles. Algunos quisieron que la política patria discurriera por senderos británicos, más tranquilos, pera el discurso y la acción de los partidos avanzaron atropelladamente por lo que creyeron que era la vía correcta, la francesa. Si los liberalconservadores tuvieron a los constitucionales y doctrinarios del país vecino como un modelo a imitar, e incluso llegaron a superarles en algunas cuestiones, como señalaron Ortega y Díez del Corral, otro tanto ocurrió con los progresistas y republicanos. Pero fue sobre todo en estos últimos donde la sombra revolucionaria francesa fue más alargada.

   Mitificada la etapa jacobina por su supuesto aspecto popular y regenerador, el grueso del republicanismo español pensó que los obstáculos para la libertad sólo podían ser demolidos por la violencia, la verbal y la física. No era un mito útil, como ninguno la es, pero menos aún para la circunstancia española del XIX, donde el jacobinismo era visto poco más o menos como el infierno en la Tierra. Algunos republicanos intentaron inculcar en su grupo y en la sociedad española la idea de que la República era una forma de gobierno que aseguraría mejor los derechos individuales que la Monarquía, al asentarlos en la democracia. Es decir, que ser republicano era ser demócrata, y viceversa, y que la República no era sinónimo de socialismo o de liquidación social. El problema de aquellos hombres eran sus compañeros de viaje.

   Emilio Castelar fue uno de esos republicanos, liberal en lo político y económico, conservador en lo social, enormemente individualista, predicador en el desierto, y desengañado oficial del republicanismo del Sexenio Revolucionario (1868-1874). En un partido dedicado a la propaganda, era lógico que un gran orador como él resaltase, pero también tomó la pluma para escribir, casi de forma compulsiva y hasta el final de sus días. Sus obras son en gran medida recopilaciones de artículos y discursos. Le faltan un gran libro de pensamiento y otro de historia, algo que hubiera correspondido a un hombre que tanta importancia le daba a la filosofía histórica. La obra titulada La fórmula del progreso (1858), a pesar del impacto que tuvo en su día, no figura entre lo más selecto de la historia de las ideas del XIX, ni tiene obras históricas resultado de una investigación o que marcaran la disciplina histórica, como sí hizo, por ejemplo, Cánovas con la Casa de Austria. En conclusión, Castelar fue un gran observador y agudo analista de la política de su tiempo, cuyos acontecimientos intentó encajar en una interpretación más o menos hegeliana de la Historia.

   El resultado fueron buenos prólogos a libros de otros y artículos largos que aún hoy son útiles para encontrar otra visión de la política del Ochocientos. Entre los primeros nos encontramos con la introducción que, con el título de «Juicio crítico de la revolución y de sus hombres», escribió para la publicación, entre 1876 y 1879, del libro de Adolphe Tiers Historia de la revolución francesa. Aquel prólogo ha sido ahora publicado por Urgoiti Editores, que siguiendo su estilo, va precedido de un estudio preliminar, en este caso a cargo de Francisco Villacorta Baños, catedrático de Historia Contemporánea y miembro del Instituto de Historia del CSIC.

   El estilo de Castelar, que fue catedrático de Historia, es el típico de la época: romántico e idealista, muy narrativo, ampuloso como a él le gustaba, y recargado en adjetivos para describir acontecimientos y personajes. Pero el sentido que Castelar le daba a la Revolución Francesa adolece del mismo mal que padecieron muchos liberales del siglo XIX: al tiempo que repudiaba la violencia que había acompañado al establecimiento de los principios republicanos, no dejaba de soñar con que sucediera algo parecido en España. Además, participaba de aquel nacionalismo español del Ochocientos que incluía el repudio al francés, lo que era contradictorio con su opinión sobre Francia como «lábaro de la civilización». Todas estas incoherencias, que compartía con los otros republicanos, y más, explican la dificultad que entraña el estudio de este movimiento del XIX.

   Castelar admiraba de la Francia de 1789 a 1799 la extensión de las ideas, el papel de los filósofos, la propagación del republicanismo, de la Ilustración, de las ideas democráticas, y el ejercicio de los derechos individuales; en definitiva, el espíritu revolucionario. Es más: aquel episodio encajaba con su sentido hegeliano de la Historia: era el paso lógico que ponía fin a un sistema agotado, el del Antiguo Régimen. Y leyó a Michelet, a Quinet y a Lamartine, su favorito, del que escribió en 1893, hablando de Hyppolite Taine y su obra Los orígenes de la Francia contemporánea, que «Después de haber leído la historia del hecho capital de nuestra era, la Revolución Francesa, por Lamartine, os entran, como a Francia le entraron, tentaciones de hacer otra revolución más; después de haber leído la historia del mismo hecho por Taine, tentaciones os entran de meteros a yoguis de la India o monjes de la Trapa, dejando rodar el universo bajo la pesadumbre de una irremediable fatalidad».

   Entonces, ¿por qué prologó a Thiers y no a Lamartine? Porque cuando escribió el prólogo, en 1879, se sentía identificado con él, un doctrinario monárquico, un conservador que levantó la III República como la forma de gobierno que en 1870 menos separaba a los franceses. Y para Castelar se convirtió en un ejemplo que emuló en su experiencia en la Presidencia de la República española de 1873, cuando intentó defender el imperio de la ley ante los ataques carlistas y cantonales (legitimistas y comuneros en Francia) y mostrar a la sociedad que la República era posible si se basaba en el orden y en la conciliación de los partidos liberales. El resultado fue muy distinto, como es sabido.

   Francisco Villacorta, el introductor, quiere presentar a un Emilio Castelar, no desde presupuestos políticos, sino culturales; es decir, al republicano filósofo e historiador, «revisar la biografía castelarina desde presupuestos menos políticos y más culturales» (p. X), de ahí que las explicaciones sobre su «poética y dramática de la historia» sean de enorme interés. También es muy sugerente la caracterización del método historiográfico de Castelar, que Villacorta entiende que es acumulativo, progresivo, narrativo y dialéctico, a lo que sumaba la introducción de elementos culturales y filosóficos «muy actuales» (p. CXV).

    Si bien la reconstrucción intelectual del personaje es buena, la introducción adolece de algunas carencias. A mi juicio, y sin ánimo de polemizar, no creo que sea posible separar la vida política de Castelar a la hora de explicar el desarrollo de su pensamiento o de su obra. Por ejemplo: al Sexenio Revolucionario, que marcó decisivamente a Castelar y a toda su generación, Villacorta le dedica dos páginas y siete líneas. De esta manera quedan sin explicación, ni mención, episodios trascendentales para entender la trayectoria vital e intelectual del biografiado, de donde se infieren las lógicas consecuencias en su evolución intelectual y producción literaria. En este sentido, Villacorta confunde el federalismo de la época y el de la Constitución de 1873, obra de Castelar. El primero era pactista, pimargalliano, lo que nada tenía que ver con los antiguos reinos medievales o modernos, y es el que se reveló cantonal durante la República. En el discurso cantonal había una referencia a los antiguos reinos (todo discurso político busca un anclaje histórico, aunque no sea cierto), pero que son supuestos reinos porque no hay una construcción doctrinal ni histórica concreta que aclare a qué momento se refieren. Son supuestos los «antiguos reinos» porque se trata de una reconstrucción interesada e inventada por unos republicanos que reclamaban la vuelta de unos reinos (qué paradoja) sin el menor rigor histórico.

   Porque, ¿a qué momento histórico se referían los federales del Sexenio? ¿A cuando el Reino de Aragón comprendía también Cataluña, Valencia y Baleares, además de Nápoles y alguna plaza europea más, o antes? Y respecto a Andalucía, ¿al siglo XI, al XIII o al XIV? La diferencia es crucial, porque hablamos de 27 taifas en el XI, cuatro reinos musulmanes en el XIII y tan sólo uno, el de Granada, en el XIV. ¿Es al reino de Granada al que se referían los federales, a los cuatro reinos o a las taifas? No se sabe. Y sobre Castilla, ¿a qué momento de la historia? ¿Acaso cuando el condado pasó a ser reino en 1065 con Sancho II? ¿O a la Castilla de Fernando III? ¿A la de los Trastámara? ¿O a la que se extendía desde Santander a Murcia? Tampoco se sabe, porque los federales del Sexenio nunca lo dijeron. Y ya puestos, ¿los republicanos querían la resurrección de las antiguas leyes e instituciones de los reinos, volver a una ciudadanía medieval? No lo concretaron nunca, porque su discurso histórico no era científico, sino instrumental y demagógico, pensado para la movilización. Esto no debería sorprender a ningún historiador.

   Es más, en el federalismo de la Constitución de 1873, elaborada por Castelar, no hay referencia histórica alguna, sino que hace una distribución territorial que no está basada en los antiguos reinos, sino en la división militar de 1841 sobre la provincial de 1833. Una simple comparación entre los mapas saca de dudas. Pi y Margall fue el que se dio cuenta del galimatías federal en su argumentación histórica, y escribió, ya en 1876, Las nacionalidades.

   Es definitiva, un buen libro, pues el interesante texto de Castelar facilita el entendimiento del republicanismo español a través de su interpretación de la Revolución Francesa. Además, cuenta con brillantes anotaciones del editor que ayudan mucho a la comprensión, y una introducción que ilumina la faceta intelectual de aquel republicano.

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