Complutum, vol. 26 /1, 2015

Por Víctor M. Fernández Martínez.

   Esta obra forma parte de una magna serie de reediciones de obras clásicas de historia española que alcanza ya los 44 títulos, acompañadas de extensos estudios críticos, por parte de la editorial Urgoiti. Entre ellas se incluyen las obras arqueológicas de Bosch-Gimpera, Schulten, Mélida y Obermaier. Se trata de recuperar trabajos que tuvieron en su día una gran influencia dentro de sus respectivos campos, situándolos dentro de su contexto y de la evolución posterior de la disciplina.

   El profesor Hugo Obermaier (1877-1946) fue un personaje muy particular dentro de la arqueología española de comienzos del siglo XX. Nacido en Alemania, sus intereses investigadores, cuando se descubrían las ricas culturas paleolíticas europeas, le llevaron primero a Francia y luego a excavar en varios de los yacimientos más importantes de nuestra cornisa cantábrica, haciéndose pronto un gran nombre dentro de la prehistoria europea. Diversas circunstancias dieron con él en Madrid, donde en 1922 se creó para él la cátedra de Historia Primitiva del Hombre en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central (germen del actual departamento de Prehistoria de la Universidad Complutense), cargo que desempeñó hasta la Guerra Civil creando una importante escuela de prehistoriadores y arqueólogos cuya labor alcanzaría hasta el final del franquismo.

   El libro elegido se publicó primero en alemán y enseguida se tradujo en la editorial del filósofo Ortega y Gasset, con quien Obermaier mantenía relaciones intelectuales y personales. La intención del autor fue que sirviera de manual para sus todavía escasos estudiantes universitarios –al contrario que su obra anterior y más famosa, El hombre fósil, escrita para un público más especialista–, y de hecho coincide en su organización con el programa de estudios que presentó pocos años antes (Sánchez 2001: 268-270). Ambos, libro y programa, son ejemplo de una circunstancia histórica cuyos ecos siguen presentes hoy día: la unión entre ciencia y humanidades, la presencia de un geólogo en una facultad de letras, síntesis que a pesar de la oposición que entonces suscitó (curiosamente, no entre los historiadores sino entre los geólogos) continúa definiendo nuestra disciplina, tal como se puede apreciar, sin ir más lejos, en los editores del volumen, arqueólogo y biólogo respectivamente. Del éxito del manual habla que fuera reeditado en varias ocasiones hasta 1955, actualizado por varios de sus discípulos. También el hecho de que en su filosofía básica no fuera muy diferente de la obra que lo sustituyó como manual de Prehistoria, el voluminoso libro publicado en 1960 por su principal continuador universitario, Martín Almagro Basch, durante décadas conocido como “el ladrillo”.

   En su introducción, C. Cañete y F. Pelayo comienzan afirmando que no se proponen un análisis historiográfico “interno” y limitado a la actividad investigadora, sobre lo que ya existe abundante bibliografía (p.ej. Moure 1996), sino que han tratado de entender a Obermaier dentro del ambiente intelectual de su época. Aunque esas intenciones no se cumplen totalmente, pues dedican 62 páginas a describir sus investigaciones en muy diversos campos y las relaciones y polémicas con otros prehistoriadores, junto con un minucioso análisis de todas las recensiones que la obra mereció, la otra mitad de la introducción se centra en aspectos más sociales del autor, como son su biografía personal y académica, sus relaciones con la religión (fundamentales por ser Obermaier a la vez un científico y un sacerdote católico), su africanismo y su relación con el paradigma difusionista.

   Aunque Obermaier no fuera un seguidor estricto de la escuela antropológica de los Círculos Culturales de Viena, y mantuviera ciertos matices evolucionistas “decimonónicos”, el difusionismo entonces dominante le hacía concebir a las “culturas”, entendidas casi como algo orgánico e independiente de los seres que las desarrollan, como la unidad primordial de análisis. Como señalan los editores siguiendo a N. Elias, el particularismo de ese concepto provenía inicialmente de la burguesía alemana en oposición a la aristocracia que seguía la idea más general y progresista de “civilización” proveniente de Francia. También se oponía a la idea de “evolución” como algo presente en todos los grupos humanos y que permitía unificarlos al estar sometidos a las mismas reglas biológicas y culturales. En el campo arqueológico, el cambio del paradigma evolucionista por otro difusionista a comienzos del siglo XX explica la “fragmentación de la historia humana” en culturas monolíticas ligadas cada una a etnias particulares en una “visión atomizada que impedía la referencia a modelos [generales] progresivos” (p. CXXX). Como era habitual entonces, Obermaier clasificó las culturas dentro de sus respectivos círculos (del Paleolítico o Neolítico, del arte rupestre cantábrico o levantino, etc.), tarea que algunos luego señalaron críticamente como parecida a la de rellenar un horario de trenes: a cada hora determinada pasa un convoy procedente de un lugar concreto, igual que cada período cronológico habría de estar ocupado por una cultura determinada (que podría, o no, corresponder a una raza biológica específica).

   Según el esquema anterior, los “avances” en la disciplina, aquellos que los continuadores de Obermaier, García Bellido y Pericot, se encargaron de ir actualizando en las sucesivas ediciones del manual, correspondían a los nuevos descubrimientos arqueológicos, es decir, nuevos materiales y nuevas cronologías. En los siguientes decenios, el arte levantino español pasaba de ser paleolítico a epipaleolítico y luego a neolítico, las cerámicas excisas “celtas” se descubrían como locales y de la Edad del Bronce, el origen del Vaso Campaniforme iba dando tumbos de un lugar a otro de Europa, etc. No fue hasta la revolución causada por la “Nueva Arqueología” estadounidense de las décadas de 1960 y 1970 cuando nos empezamos a preocupar por otro tipo de cosas, no diré que más interesantes por principio pero sin duda más novedosas, como las formas de derivar la organización social e ideológica de una determinada cultura a partir de sus datos arqueológicos, establecer paralelos antropológicos de las sociedades antiguas y presentes (etnoarqueología), entender el sentido de la cultura material en su conjunto a través de la estadística, etc. Uno de los primeros manuales que iban a presentar esta nueva aproximación fue el publicado por jóvenes arqueólogos británicos sobre la prehistoria europea, que tardó 12 años en ver una traducción a nuestro idioma (Champion et al. 1984).

   Otro de los aspectos más ideológicos de los trabajos de Obermaier fue su africanismo, también característico del momento. Como asimismo resaltan con acierto los editores, nuestro africanismo fue una derivación tardía de una corriente intelectual proveniente de la Ilustración y ligada a las primeras expediciones francesas de comienzos del siglo XIX, donde se buscaba un modelo único para el mundo mediterráneo, separado tanto de los orígenes bíblicos orientales (el “espejismo oriental” de Reinach) como de Centroeuropa, y asentado en el mito clásico de la Atlántida. Bajo el paradigma difusionista, al haberse descubierto primero restos arqueológicos en el norte de África parecidos a los peninsulares, resultaba lógico, con los parcos medios investigadores de la época, proponer que nuestras culturas y razas tenían un origen primero en el Magreb. Que ello tenía alguna relación con los intereses coloniales franco-españoles del momento en la zona no solo queda relativamente claro por la literatura de entonces (por ejemplo, del influyente Joaquín Costa), sino también por el hecho de que los descubrimientos de Raymond Vaufrey en los años treinta (que colocaban las industrias norteafricanas en un momento no anterior, sino posterior a las europeas) no fueron tenidos en cuenta por la mayoría de los arqueólogos hasta la descolonización de los años cincuenta. Obermaier no fue excepción dentro de esta corriente general, y distinguió los “círculos” africanos del Chelense, Capsiense, etc. como algo separado pero claramente influyente en nuestra prehistoria hasta el Neolítico e incluso más adelante.

   El tema de las relaciones entre Prehistoria y religión adquiere gran importancia al estudiar ese momento histórico cuando la aceptación creciente de las doctrinas de Darwin suponía un implacable reto para el creacionismo hasta entonces dominante. La evidencia paleontológica era ya de tal calibre que no se podía seguir afirmando que Dios había creado a los seres vivos tal y como son ahora, pero resultaba muy duro admitir el principio básico de la evolución darwinista, es decir, la selección natural. Llevado a sus últimas consecuencias, ello suponía aceptar que los seres actuales somos resultado del azar y que la existencia de un plan divino resulta contraria a la pura lógica. Por suerte para muchos creyentes, la teoría evolucionista se hallaba entonces en un período confuso que no terminó hasta la implantación de la teoría sintética de la evolución o “neodarwinismo” tras la Segunda Guerra Mundial, que llevó al nacimiento de la ciencia genética actual. Al no entenderse todavía bien los mecanismos de la herencia y las mutaciones, existían teorías científicas que explicaban el cambio por saltos más bruscos que entonces podían tener una causa exterior, y al no conocerse bien los primeros momentos de la vida en la Tierra, se podía perfectamente pensar que Dios había creado a las grandes clases de seres vivos, dentro de las cuales luego se habrían originado las diferentes especies según los mecanismos evolutivos. Por ello dentro del cristianismo fueron posibles amplios movimientos que aceptaban la evolución, salvo sectores integristas cuya influencia fue disminuyendo con el paso del tiempo (aunque en los últimos años se ha producido un cierto retorno, sobre todo en los EE.UU.).

   Puesto que la prehistoria y la arqueología no empezaron su singladura hasta contar con un sólido paradigma teórico, y este no fue otro que el evolucionismo, los conflictos morales de algunos de los primeros arqueólogos de fuertes creencias cristianas fueron moneda corriente en el siglo XIX, y el caso español de Juan Vilanova y Piera es tal vez el más significativo. Al empezar el siglo siguiente, empero, se fueron creando las bases teóricas de un cierto “evolucionismo restringido” y el número de arqueólogos creyentes e incluso sacerdotes (Breuil, Teilhard de Chardin, Obermaier, etc.) fue en aumento y hasta llegó a ser sorprendentemente alto, sobre todo en nuestro país. También eran frecuentes los aristócratas y personas de tendencias conservadoras entre quienes se dedicaban entonces a excavar y recibían subvenciones para ello, lo cual tuvo más tarde su reflejo en el hecho de que pocos arqueólogos tuvieron que exilarse tras la Guerra Civil (Fernández 2011: 285-286).

   Y con este asunto entramos en el último apartado que los editores Cañete y Pelayo tratan en el libro, la propia vida de Hugo Obermaier. Este llega a España en los años inmediatamente anteriores al estallido de la Gran Guerra en 1914. Por entonces, y durante los siguientes decenios, entre la población española y de otros países europeos existía una división política muy extendida entre germanófilos y franco-anglófilos, siendo los primeros más conservadores que los segundos. En un trabajo clásico de sociología de la ciencia, Robert K. Merton (1980) criticaba la inusitada frecuencia con la que los científicos incumplen los principios básicos de la disciplina, recordando cómo en vísperas de la Gran Guerra los investigadores alemanes y franceses tendieron a defender los intereses de su país por encima de consideraciones empíricas, en contra del pretendido “universalismo” de toda ciencia. Pues bien, no parece haber sido este el caso de Obermaier, que en la polémica habida en 1908 con un anticuario suizo germanófilo, Otto Hauser, que había excavado sin método y comerciado con sus hallazgos en Francia, tomó partido por los arqueólogos franceses ganándose la inquina de una parte de la comunidad germana en ambos países.

   Años más tarde, “Don Hugo” tuvo otra ocasión de mostrar su temple moral cuando rechazó el puesto de catedrático que había dejado Max Ebert para enseñar Prehistoria nada menos que en la Universidad Friedrich-Wilhelm de Berlín, donde había sido también catedrático hasta su muerte un año antes Gustav Kossinna. Aunque adujo razones personales, y sin duda las tenía por su ya larga relación y alto prestigio en nuestro país, no cabe duda de que la proximidad de la toma del poder por los nazis, producida pocos meses después y anticipada por cualquier observador inteligente, hubo de influir en su decisión (Gracia 2009: 98).

   Al producirse el golpe militar de 1936, Obermaier se encontraba en un congreso en Suecia y decidió no volver a España. Esto resulta de lo más comprensible, pero no lo es tanto que al final de la guerra el profesor, relacionado con lo más granado de la sociedad e intelectualidad española, generalmente conservadora, y confesor personal del Duque de Alba, vacilara durante varios meses y al final decidiera quedarse en su nuevo puesto de la universidad suiza de Friburgo. Aunque las circunstancias son confusas y la información fragmentaria, parece que dos asuntos influyeron en su decisión: la mezquina ocupación de su cátedra por parte de uno de sus discípulos, Julio Martínez-Santaolalla, alegando méritos políticos por haber apoyado la rebelión militar, igual que ocurrió con otros muchos casos de la universidad de entonces, y su repulsión por el sombrío ambiente que le esperaba en el viejo caserón de San Bernardo y en general en el país (Sánchez 2001: 254-255; Gracia 2009: 98-105). Son circunstancias como estas que los editores del libro resumen de su vida las que hacen que este reseñador se sienta hoy, más de un siglo después de su llegada a nuestro país, orgulloso de pertenecer al mismo departamento que fundó aquel pequeño bávaro braquicéfalo y autoritario, como le describió Julio Caro en sus memorias familiares, que quizás sintió el enfado característico de tantos teutones ante nuestra idiosincrasia meridional pero cuya figura nos aparece hoy como altamente positiva.

   Finalmente, decir que pocos aspectos criticables se encuentran en el libro y sobre todo en el trabajo de los editores. Algunos errores gramaticales se le escaparon al corrector de pruebas, y quizás ambos autores del estudio deberían haber hecho un esfuerzo por armonizar sus estilos de escritura, que de varias maneras revelan sus respectivos orígenes en el campo de las letras y las ciencias –lo cual quizás sea más una virtud que un defecto. También, al describir la arqueología de Obermaier hubiera sido deseable usar las palabras hoy comunes, para evitar por ejemplo la cierta incomodidad que produce leer “hacha de mano” donde iría mucho mejor el término “bifaz”.

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS
Champion, T.; Gamble, C.; Shennan, S.; Whittle, A. (1984): Prehistoric Europe. Academic Press, Londres.
Fernández Martínez, V. M. (2011): “Arqueología y hegemonía: la contribución al pensamiento conservador español entre los siglos XIX y XX”. Historia, teoria e método da arqueologia. Actas do IV Congresso de Arqueología Peninsular (N. Ferreira Bicho, ed.), Universidade do Algarve, Faro: 281-289.
Gracia Alonso, F. (2009): La arqueología durante el primer franquismo (1939-1956). Bellaterra, Barcelona.
Merton, R. K. (1980 [1942]): Los imperativos institucionales de la ciencia. Estudios sobre sociología de la ciencia (B. Barnes, ed.), Alianza Editorial, Madrid: 64-78.
Moure Romanillo, A. (1996): “El hombre fósil” 80 años después. Volumen conmemorativo del 50 aniversario de la muerte de Hugo Obermaier. Universidad de Cantabria, Santander.
Sánchez Gómez, L. A. (2001): “Etnología y prehistoria en la Universidad Complutense de Madrid. Crónica de una desigual vinculación (1922-2000)”. Complutum, 12: 249-272.

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