Sistema, núm. 230, 2013

Por Miguel Revenga Sánchez.
    Escribir sobre la experiencia histórica que rodeó la elaboración de la Constitución de 1812 se ha convertido, en el año del bicentenario, en una operación políticamente arriesgada. En torno a La Pepa y su proceso de elaboración, su significado y su influjo, se ha tejido una maraña de interpretaciones y debates, no sólo académicos, que sobrecargan de emotividad y polémicas, demasiadas veces bizantinas, la incontestable realidad de un texto de imposible valoración a la luz de lo que razonablemente se espera de una Constitución: práctica aplicativa que actúe como rasero y vara de medir de los aciertos o desatinos de quienes contribuyeron a forjarla. No es ésta, por lo demás, una carencia que desacredite a una Constitución para formar parte del repertorio de textos verdaderamente originales e influyentes. La secuencia formada por las Constituciones francesas de 1791 y 1793, ambas faltas de vida efectiva, pero tenidas por modelos arquetípicos de sendas maneras de concebir lo constitucional, viene de inmediato a la cabeza. En cualquier proceso revolucionario, el compromiso con la escritura supone siempre un punto de inflexión, un empeño dirigido a ralentizar la fluidez de los acontecimientos y a formalizar los cambios producidos por ellos mediante una estrategia de «nuevo comienzo» que a menudo acaba por revelarse incompatible con los impulsos mismos que desencadenaron el proceso. Que la Revolución y la Constitución, escritas ambas así, con letras capitales, nunca fueron buenos compañeros de viaje, es cosa sabida. Pero quizá por ello, por el carácter único de cada caso, con sus peculiaridades irreducibles a un modelo, y por la impronta que todo proceso verdaderamente constitutivo deja sobre las generaciones venideras, tienen interés los estudios sobre esos momentos intersticiales de conflictos entre realidades emergentes y mundos que se derrumban, con sus correspondientes posicionamientos de anhelos y resistencias.
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    El libro de Francisco Tomás y Valiente se centra precisamente en el debate sobre la razón misma de ser del factum de la escritura y sobre la concatenación de los acontecimientos que llevaron «de muchas leyes fundamentales a una sola Constitución». Tal es el subtítulo del estudio Génesis de la Constitución de 1812, que Tomás y Valiente publicara en 1995 en el Anuario de Historia del Derecho Español. La reedición objeto de este comentario va precedida de unas «Anotaciones a una autobiografía», en las que su autora, la discípula de Tomás y Valiente y catedrática de Historia del Derecho, Marta Lorente, disecciona con brillantez, en apretadas 130 páginas de texto, la trayectoria de un verdadero maestro que estaba comprometido, en el momento de su vil asesinato por los pistoleros de ETA, en la reconstrucción de nuestra historia constitucional con la mirada, y bajo el estímulo directriz, de lo que fue quizá el principal de los déficits de los que adoleció la España anterior a 1978: la ausencia de una cultura del constitucionalismo, en disposición de impregnar con sus componentes esenciales nuestra práctica política.
    El estudio de Tomás y Valiente es mucho más que la mera narración del curso de los acontecimientos que desembocaron en el texto de Cádiz. Contiene todo el arsenal teórico y crítico que se precisa para hacer inteligible la idea de Constitución histórica, que tanto gustó siempre a los enemigos de la Revolución, y que en España acabaría por dar al traste, bajo la especie (tan querida por los doctrinarios) de la Constitución interna, y la soberanía conjunta de las Cortes y el Rey, con la dimensión verdaderamente constitutiva de la operación constitucional. También en lo que se refiere al entendimiento de la Ley o Leyes Fundamentales, un verdadero trampantojo semántico, al que rendirá tributo el célebre Discurso Preliminar de la Constitución, que los constituyentes tendrán que ignorar para que triunfe el punto de vista expresado (paradójicamente) por el anglófilo Blanco White, «tener una Constitución, sea cual fuere, es mejor que no tener ninguna o tenerla dudosa y casi olvidada». Tomás y Valiente combate con argumentos consistentes el tópico del uniformismo de la España borbónica, y demuestra hasta qué punto la pervivencia de cierto pluralismo y el apego a la tradición resultaron determinantes durante el proceso de decantación de voluntades realizado desde las Juntas Provinciales a la Junta Central Suprema, y desde ésta, y a través de su criatura, la Junta de Legislación, instituida en septiembre de 1809, a la reunión de las Cortes Generales y Extraordinarias que comenzaron a sesionar en la Isla de León (hoy San Fernando), un año más tarde, en septiembre de 1810. Conocido el desenlace, pudiera parecer que el intento de recopilar las leyes fundamentales a la búsqueda de unas supuestas esencias patrias (Monarquía, religión y Cortes estamentales, según le gustaba recalcar al famoso arzobispo de Santiago) estaba condenado al absurdo. Dos de ellas, la Monarquía y el catolicismo como religión de Estado, pasarían al texto de Cádiz al modo de palimpsesto, confirmando la idea, apuntada por el propio Tomás y Valiente, de que la historia ofrece escasísimos ejemplos de órdenes nuevos con capacidad de resistir la persistencia del pasado como sobrevivencia o rémora condicionante de la conquista del futuro.
    Sea como fuere, impresiona el diseño de la operación de «desmontaje», que el libo narra con agilidad y sin perderse en detalles que induzcan al lector a perder el hilo conductor de lo importante. El punto de vista de Jovellanos respecto a la inconveniencia de poner en pie una Constitución nueva y los desvelos de Ranz Romanillos para atender el encargo recopilatorio formulado por la Junta de Legislación se disolverán a la postre como humo. Y cuando ya reunidas las Cortes, y tras haber afirmado su condición de soberanas, aún vuelve a aparecer sobre el tapete la cuestión de las Leyes Fundamentales, para reclamar nada menos que se diera noticia del anclaje y de la raíz legal de todas y cada una de las reformas que pretendieran introducirse, el diputado Calatrava alzará airado su voz para afear tan peregrina pretensión: «Continuamente –se lee en el Diario de la sesión de 25 de agosto de 1811– estamos viendo citar aquí las leyes, como si fuera éste un colegio de abogados y no un cuerpo constituyente».
    Como sucede con todo buen trabajo de investigación, las dos obras objeto de este comentario invitan a repensar y poner en tela de juicio las narraciones lineales del camino hacia la Constitución de 1812 como la consecuencia indefectible de la afirmación de la Nación soberana frente al invasor. Ciertamente el célebre Decreto de las Cortes, de 21 de septiembre de 1810, fue un punto de inflexión comparable al que pudo representar la Ley para la Reforma Política en la transición desde el franquismo a la democracia. Los paralelismos entre uno y otro momento histórico no acaban ahí y dan pie para entregarse a sugerentes comparaciones entre uno y otro tiempo de reformas que llevarían a la ruptura. Las divergencias también saltan a la vista y, entre ellas, ninguna quizá tan profunda como la que se deriva del carácter frustrado del experimento de Cádiz por contraste al exitoso cumplimiento por parte de la Constitución de 1978 de la finalidad estabilizadora que es propia de cualquier Constitución. Cádiz como vivencia truncada alentó Cádiz como símbolo y como mito; también Cádiz como un clásico del repertorio constitucional con capacidad infinita de decirnos y sugerirnos cosas que continúan importando, y mucho, transcurridos doscientos años desde que fueron escritas.

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