Sistema, núm. 228, 2012

Por Emilio La Parra López.
    Desde su publicación en 1995 en el número 65 del Anuario de Historia del Derecho Español, dedicado a los orígenes del constitucionalismo español, no ha pasado desapercibido a los estudiosos este trabajo de Tomás y Valiente. De entonces acá, casi todos los que han abordado las Cortes de Cádiz, y de manera muy particular quienes han pretendido clarificar el complejo proceso de su convocatoria, han utilizado este estudio del eminente catedrático de Historia del Derecho, calificado por algunos de ellos de espléndido. El texto, pues, no estaba en el olvido y, además, es fácil acceder a él, pues la mencionada revista está en casi todas las bibliotecas. Sin embargo, me parece oportuna y está perfectamente justificada su reedición en la prestigiada colección “Historiadores” de Urgoiti Editores, no solo porque el texto de Tomás y Valiente en modo alguno desentona en el conjunto de esta colección, formada por obras de muy relevantes historiadores y ensayistas de los siglos XIX y XX (el conde de Toreno, Alcalá Galiano, Fernando Garrido, Ferrer del Río, Fernando de Castro, Domínguez Ortiz, Fernández Almagro, Asín Palacios…), sino además, por el formato de esta colección, pues la edición, impecable, de la obra va acompañada de un “Prólogo”, a cargo siempre de un reconocido especialista en la materia. Estos prólogos o estudios introductorios, destinados a hacer inteligible la obra editada, no solo ofrecen noticias sobre ella y sobre su autor, sino que son además sendos ensayos sobre la historiografía española, de manera que constituyen, en conjunto, un material muy útil para entender cómo se ha escrito la historia en España en los últimos dos siglos. Así pues, y como sucede con los otros volúmenes de la colección, en este caso no solo interesa el texto del maestro, Tomás y Valiente, sino también la introducción de quien conoce muy bien su obra y su persona: su discípula Marta Lorente, reconocida especialista, a su vez, en el estudio del primer constitucionalismo.
    En el prólogo (más de un centenar de páginas), titulado “Anotaciones a una autobiografía” –alusión a un texto inédito sobre su vida redactado por Tomás y Valiente al finalizar su etapa como presidente del Tribunal Constitucional– ofrece Marta Lorente mucho más de lo que indica este título. Manejando una copiosa documentación –da la sensación de que conoce todo lo publicado sobre Tomás y Valiente (1932-1996)– traza su itinerario profesional e intelectual, articulando el relato en torno a dos ejes: la evolución de la Universidad española durante la segunda mitad del siglo XX y las vicisitudes de la Historia del Derecho, pues Tomás y Valiente fue, ante todo, un universitario dedicado a esta disciplina, que, como explica Lorente, contribuyó de forma relevante a renovar y en la que ha dejado una muy fructífera escuela. En este estudio preliminar también se aborda detenidamente, como es lógico, el ejercicio de Tomás y Valiente como magistrado del Tribunal Constitucional (1980-1992), del que quizá haya sido el presidente más reconocido y celebrado, y no se pasan por alto, como exige todo ensayo biográfico, los rasgos que definieron la personalidad del maestro, ni se desdeñan aquellas anécdotas que sirven para resaltarla. En conjunto, Lorente presenta a Tomás y Valiente como un hombre entrañable para quienes le rodearon (un círculo muy amplio y variado) y altamente comprometido con su profesión y con la sociedad, siempre atento a evitar la tentación de la soledad, que convierte al historiador en erudito. Al contrario, fue, en palabras de la autora de este prólogo, un intelectual crítico, un hombre de Estado, un constructor constitucional y un hombre de cultura, convencido de que el derecho, la moral y la política no son ámbitos aislados, sino eslabones de una misma cadena (el lector actual no puede evitar el clamoroso contraste entre este hombre y otros individuos situados hoy en ámbitos muy relevantes de la magistratura y de la administración del Estado). Con mucha inteligencia, Lorente sintetiza la biografía de su maestro mediante una paradoja: fue “un hombre afortunado” que tuvo un final trágico. Un final, como bien conocemos todos los españoles que vivíamos en 1996, que no solo fue una tragedia para el catedrático, historiador y juez, sino para toda la sociedad española. Las páginas que dedica Lorente a este hecho, breves, escritas con una intensa pero contenida carga emocional, constituyen todo un ejemplo de cómo es posible una aproximación histórica a lo que ha sido una de las lacras de la España actual: el terrorismo de ETA.
    Génesis de la Constitución de 1812 es un primer avance del nuevo plan de trabajo trazado por Tomás y Valiente al regresar a su cátedra en la Autónoma de Madrid tras abandonar el Tribunal Constitucional, plan que fatalmente fue el último y, lógicamente, quedó truncado. Consistía en abordar el origen de la Constitución de 1812 a partir –explica Marta Lorente– de dos “cuestiones programáticas”: poniendo esa Constitución en relación con otros modelos constitucionales y examinando con detalle su proceso constituyente. Tomás y Valiente pretendía demostrar que la Constitución de Cádiz no fue únicamente producto del poder constituyente, sino resultado asimismo de una cultura constitucional, extremo este en el que vienen insistiendo varios estudiosos del constitucionalismo en los últimos años, en particular, entre los españoles, José María Portillo. Por lo demás, los estudios más innovadores de historia política siguen en la actualidad el mismo método que Tomás y Valiente: el proceso revolucionario español no puede ser explicado únicamente a partir del 24 de septiembre de 1810, fecha de la reunión de las Cortes en la Isla de León, aunque esto no suponga minusvalorar el impacto del primer decreto dado ese día por aquellas Cortes, el cual declaraba el principio de soberanía nacional, la división de poderes y el reconocimiento de Fernando VII como rey de España tomando como principal argumento la voluntad de los españoles. Ni el levantamiento antinapoleónico de 1808 sucedió, como ha mantenido el relato canónico basado en buena medida en el juicio del conde de Toreno (“como si una suprema inteligencia hubiera gobernando y dirigido tan gloriosa determinación”), ni la reunión de Cortes fue una especie de punto cero explosivo, que se explica por sí mismo. La revolución no se entiende sin tener muy en cuenta la crisis política nacional e internacional anterior a 1808, los intensos debates desarrollados en España –debates en los que por razones tácticas no siempre declaraban los protagonistas de dónde tomaban sus ideas–, los posicionamientos personales y los conflictos institucionales que se sucedieron antes del inicio de la Legislatura Extraordinaria. Creo, pues, que los historiadores actuales más serios suscribirían enteramente la siguiente tesis de Tomás y Valiente, que constituye uno de los fundamentos del texto que comentamos: “Las fronteras teóricas y políticas [entre las distintas opciones] se fueron perfilando con el tiempo, pero no por el mero transcurso de los días y los meses, sino como consecuencia de un tenso y a veces confuso debate político de ideas, intereses y fidelidades” (p. 5).
    Tomás y Valiente pretende clarificar ese debate, tomando como objeto principal de estudio las continuamente invocadas por los contemporáneos Leyes Fundamentales o Constitución histórica. Coherente con el método que se había trazado, en la primera parte del estudio efectúa una exposición detallada del variable significado de los conceptos “leyes fundamentales” y “constitución” en el pensamiento europeo –fundamentalmente el británico y el francés, como es lógico– y en la tradición política española. En la segunda parte del texto se detiene en lo que él denomina la fase “preconstituyente” del proceso español, en el que la clave es la Junta de Legislación, organismo auxiliar de la Comisión de Cortes creada por la Junta Central, extremo este del que, como es bien sabido y subraya el autor de este estudio, ya había sido tratado por Miguel Artola y Federico Suárez, pero que se aborda aquí desde otras preguntas que, lógicamente, conducen a una explicación distinta. Finaliza el trabajo con los acuerdos de la Junta de Legislación.
    Poseedor de un perfecto castellano, Francisco Tomás domina el campo de estudio y por ello evita el léxico rebuscado, pretendidamente “científico”, tan en boga hoy en muchos trabajos académicos (aunque solo fuera por esto, merecería la pena que muchos investigadores actuales leyeran este texto, con el fin de aprender a hacer inteligibles sus escritos). Fundado en una sólida base archivística y en la bibliografía disponible en el momento de redacción del estudio, va avanzando en el relato mediante el planteamiento de preguntas, que le permiten abordar los asuntos importantes y no abandonar lo fundamental. No esquiva las cuestiones más difíciles, que indica expresamente, en una especie de permanente diálogo intelectual con el lector, artificio este reservado solo a los grandes maestros. Cuando lo considera necesario desciende al detalle, tanto si se trata de desmenuzar un concepto, como si conviene precisar un hecho en apariencia sin importancia, como los nombres de los asistentes a las diferentes reuniones de la Junta de Legislación. Y, por supuesto, presta especial atención a aquellos individuos que desempeñaron un papel protagonista en este periodo preconstituyente, sobre todo Jovellanos, Ranz Romanillos y Agustín Argüelles.
    La Junta de Legislación recibió el encargo (la “Instrucción” la redactó Jovellanos) de averiguar cuáles eran las leyes fundamentales de España, examinar los medios para observarlas y proponer, si llegara el caso, alguna o algunas nuevas leyes fundamentales que perfeccionaran el sistema, pero Jovellanos estaba muy lejos de desear la redacción de una nueva Constitución. Tomás y Valiente demuestra que a medida que transcurrieron sus sesiones, la Junta abandonó este cometido y dando un giro de ciento ochenta grados, determinó que las leyes fundamentales era muchas y vagas y solo servían como instrumento para constatar un axioma de todos conocido: históricamente, la española era una monarquía “templada”, por la existencia junto al rey de los tres estamentos clásicos, como poderes sociales limitativos de la potestad real, lo cual se acomodaba al objetivo pretendido de fijar una monarquía moderada con división de poderes. Y la propuesta es clara: se mantiene el mito de las leyes fundamentales y se les invoca como escudo frente a incómodas acusaciones de comportamientos revolucionarios o extranjerizantes, pero no se toman como objeto directo de la “reforma constitucional”, pues en virtud de soberanía, el nuevo sujeto (la nación) no admite límites del pasado cuando ejerce su poder constituyente originario. De modo que se impuso la redacción de una nueva Constitución, que a partir de ese momento se consideró la única Ley Fundamental. Cuando se reunieron las Cortes, pues, la Junta de Legislación había desbrozado muchísimo camino.
    El giro dado por la Junta de Legislación en el cambio de su cometido, aportación nuclear de este estudio, presenta no pocos problemas, que, por supuesto, Tomás y Valiente no pasa por alto. Como él mismo subraya en distintas ocasiones, las dos personas clave de la Junta, Antonio Ranz Romanillos y Agustín Argüelles, pudieron actuar con notable libertad, quizá porque lo urgente derivado de la guerra hizo desplazar a lo más importante y la Central les dejó hacer. Pero lo fundamental es explicar cómo fue posible que un antiguo afrancesado que se pasó a las filas “patriotas” y de cuya trayectoria todavía no sabemos gran cosa (Ranz Romanillos) y un liberal muy relacionado con Jovellanos, que a la hora de votar lo hizo por su cuenta y que al ocupar la secretaría de la Junta de Legislación estrenaba su primer cargo (Argüelles) fueron capaces por sí solos de llegar tan lejos como lo hicieron, es decir, trazar parte de las líneas básicas de lo que sería la Constitución proclamada en marzo de 1812. No parece plausible, apunta Tomás y Valiente, que esto fuera obra de dos personas, pero la incógnita no queda despejada. Al respecto él mismo ofrece una hipótesis sumamente sugerente: “Creo, sin poseer pruebas documentales de ello, que el partido liberal, ante la crisis de la Junta Central, cambió de estrategia y eligió desde el otoño de 1809 a la Junta de Legislación como escenario adecuado para librar la batalla en pro de unas Cortes no estamentales, a favor de la libertad de imprenta y, sobre todo, de una Constitución nueva, única y uniforme” (p. 118).
    Estudios recientes, publicados después de la muerte de Tomás y Valiente, en los cuales casi siempre se utiliza su obra, han proporcionado muchos elementos que pueden ayudar a verificar la hipótesis aludida (en este punto resaltaría de forma especial el libro de Ignacio Fernández Sarasola: La Constitución de Cádiz. Origen, contenido y proyección internacional, Madrid, 2011), pero creo que todavía quedan por hallar esas “pruebas documentales” mencionadas por Tomás y Valiente que nos permitan entrar en el núcleo del problema por él planteado. Tal vez la lectura (o relectura) de Génesis de la Constitución de 1812 pueda suscitar el interés por acometer esta tarea, la cual no será baladí. Las obras importantes, como ésta de Tomás y Valiente que nos ocupa, no solo contribuyen a incrementar el conocimiento, sino también suscitan problemas que permiten nuevas visiones de los temas importantes.

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