Pyrenae, núm. 47/2, 2016

La reedición por Urgoiti Editores, dentro de la colección «Historiadores», de la obra de Manuel Gómez-Moreno, Adam y la prehistoria, editada por Tecnos en 1958, sirve a Juan Pedro Bellón, investigador del Instituto Andaluz de Arqueología Ibérica, para trazar en su estudio preliminar, Manuel Gómez Moreno: 100 años de arqueología española, una interesante visión de uno de los personajes clave de la investigación y sistematización del arte y la arqueología medievales en España durante el último cuarto del siglo xix y la primera mitad del siglo XX.

Sobre la vida y obra de Manuel Gómez-Moreno Martínez (1870-1760) conocíamos hasta el presente la amable biografía en fondo y forma que le dedicó en 1995 su hija María Elena Gómez-Moreno Rodríguez, así como una parte de su correspondencia con los principales impulsores de la Institución Libre de Enseñanza y la Junta de Ampliación de Estudios, como Francisco Giner de los Ríos y José Castillejo Duarte, a través del recopilatorio publicado en tres volúmenes entre 1997 y 1999 por el hijo del segundo, David Castillejo Claremont. Aunque se trata, especialmente en el segundo caso, de un interesante acervo documental en el que pueden reseguirse elementos clave para la institucionalización de las ciencias histórica y arqueológica en la Península como son la creación de la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (1907); la Residencia de Estudiantes con la indisoluble aportación de Alberto Jiménez Fraud a su organización y consolidación como un centro de referencia hasta el final de la Guerra Civil; la Ley de Excavaciones de 1911 y su reglamento posterior; la organización de la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades; la creación, desarrollo y fracaso de la Escuela de Roma; la constitución de la Comisión de Investigaciones Paleontológicas y Prehistóricas y su vinculación a la JAE y al Museo de Ciencias Naturales y, especialmente, la creación del Centro de Estudios Históricos y su sección de arqueología, que dirigirá Gómez-Moreno, además de los primeros trabajos de catalogación del románico de la meseta y norte de España, lo cierto es que constituía una visión muy reducida de las múltiples facetas del personaje, debido al conocimiento, por parte de los investigadores especializados en historiografía de la arqueología, de la existencia de un amplísimo fondo documental conservado en el Instituto Gómez-Moreno de la Fundación Rodríguez-Acosta de Granda, dependiente del Patronato de la Alhambra y el Generalife, al que no se tenía acceso libre.

Juan Pedro Bellón ha trabajado en ese fondo documental contribuyendo a su catalogación, por lo que está en condiciones de ofrecer un nuevo análisis del personaje biografiado, habiendo complementado y completado los datos con los conservados en el Archivo General de la Administración (AGA-Alcalá de Henares), el Centro de Documentación de la Residencia de Estudiantes (CDRE-Madrid), el Archivo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (ARABASF-Madrid), el Archivo de la Real Academia Española (RAE-Madrid) y el Archivo Histórico Nacional, en el que se conservan los expedientes de la Universidad Central (AHN-Madrid).

Es evidente que los cien años de trayectoria vital de Manuel Gómez-Moreno lo convierten en un personaje puente entre la arqueología de eruditos y aficionados de la segunda mitad del siglo XIX y el inicio de la arqueología científica durante los primeros decenios del siglo XX, con la consolidación posterior de la proyección internacional de la arqueología española durante la década anterior a la Guerra Civil, pero también con el retraimiento posterior de la investigación hacia el interior de las fronteras durante el franquismo, punteado tan solo por un número muy restringido de relaciones internacionales controladas esencialmente por Lluís Pericot, Martín Almagro Basch y Antonio García y Bellido, contando en el horizonte a partir de 1948 con la figura omnipresente de un naturalizado mexicano Pere Bosch Gimpera, referente tanto en los congresos internacionales de ciencias prehistóricas y protohistóricas como en los de etnografía y etnología, o en los de americanistas. El estudio de Juan Pedro Bellón se divide en cuatro partes dedicadas específicamente a las diferentes etapas de la vida profesional de Gómez-Moreno: Formación (1870-1899), Exploraciones (1900-1909), Acción colectiva y proceso de institucionalización de un institucionista (1909-1939) y Retracción individual o de la torre de marfil (1940-1970), a las que suma una interesante revisión de la problemática de la utilización nacionalista de la arqueología ibérica durante los siglos xix y xx, terreno en el que sigue el camino trazado por una obra anterior, publicada por Bellón junto a Arturo Ruiz y Alberto Sánchez en 2006 como resultado de los trabajos comprendidos en el proyecto AREA: Los archivos de la arqueología ibérica: Una arqueología para dos Españas. Un sexto capítulo, Manuel Gómez-Moreno Martínez, descifrado, cierra el estudio a modo de conclusión, precediendo a una amplia y rigurosa selección bibliográfica.

El estudio de Bellón, así como su presentación, son rigurosos, empleando como excelente apoyo del discurso narrativo un amplio aparato crítico que sirve al autor para añadir opiniones contrapuestas a sus puntos de vista, precisar datos y sumar aportaciones textuales cuando la fuente documental constituye un complemento necesario de la argumentación. Consideramos que las principales aportaciones corresponden al período comprendido entre 1900 y 1939, etapa en la que Gómez-Moreno, tras sus primeros trabajos en Granada y la realización de los catálogos monumentales de Ávila (1900-1901), Salamanca (1901-1902), Zamora (1903-1905) y León (1906-1909), aprovecha sus contactos y las influencias de su padre, y acepta el apoyo de Castillejo y de la Junta de Ampliación de Estudios para trasladarse a Madrid y dirigir los primeros trabajos del Centro de Estudios Históricos. Es la etapa del institucionalismo en la que Gómez-Moreno conseguirá consolidarse personal y profesionalmente en la capital, especialmente tras la obtención de la cátedra de Arqueología Árabe en 1915, tras un proceso que intentó que fuese transparente como contraposición al corrupto sistema de oposiciones que controlaba el acceso a las cátedras universitarias en aplicación de la Ley Moyano de organización de la universidad española de 1857, y especialmente del reglamento de oposiciones impulsado por el conde de Romanones en 1901. El mismo año entrará en la Real Academia de la Historia; en 1917 fue nombrado vocal de la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades donde podrá ayudar a aplicar la Ley de Excavaciones de 1911 en cuya redacción había influido decisivamente al igual que lo hará durante la preparación y aprobación de la Ley de Patrimonio de 1933; en 1923 será nombrado consejero de Instrucción Pública, dos años después asumirá el cargo de director del Instituto Valencia de Don Juan, y en 1930 llegará a la Dirección General de Bellas Artes por designación de su viejo conocido Elías Tormo.

Como hemos indicado, la etapa del CEH es la más interesante por cuanto se trata de la consolidación de un modelo centralizado de la investigación histórica y arqueológica —en cierta medida por oposición a la tarea homónima desarrollada paralelamente por la Sección Histórico-Arqueológica del Institut d’Estudis Catalans—, en un intento de regenerar y definir una nueva identidad nacional basada en la romanización y en la Edad Media para superar la crisis ideológica e identitaria derivada de la derrota en la guerra de 1898 contra los Estados Unidos, pero también como respuesta intelectual a los problemas sociales que atenazaban la sociedad española durante los alternantes gobiernos de la Restauración y a la pujanza de los nacionalismos periféricos que reclamaban cada vez con mayor apoyo popular cotas de autogobierno y reconocimiento nacional, especialmente en el terreno lingüístico, un aspecto de decisiva importancia para analizar el problema de la fundación de la Escuela de Roma y la dual participación española en la Muestra de Arqueología en las Termas de Diocleciano en 1911, dado que en ambos casos puede analizarse la lucha entre las dos concepciones del nacionalismo predominantes en la época: unitarista y separatista.

Los problemas derivados de la jubilación de Juan Catalina García como catedrático de Arqueología y Numismática y la decisión del ministerio de desdoblar la misma en dos creando en la Universidad Central las cátedras de Arqueología y Epigrafía y Numismática que acabarían obteniendo José Ramón Mélida y Antonio Vives, respectivamente, sirven a Bellón para analizar los movimientos que se sucedieron para dotar una tercera cátedra en beneficio de Gómez-Moreno, y cómo este, en poco tiempo, y tras forzar que el nombramiento se realizara por oposición —controlada— antes que por designación directa, no tuvo ningún tipo de reparo no solo para organizar una escuela colocando en puestos académicos un alto número de discípulos, sino desarrollando una serie de estrategias que le permitieron controlar durante un tiempo las oposiciones, de igual forma que lo había hecho años antes el decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central, Antonio Sánchez Moguel. Otros aspectos interesantes están bien apuntados en sus líneas generales, pero merecerían una mayor profundización para fijar de manera definitiva el discurso expositivo. Citamos entre ellos su relación con la Real Academia de la Historia, organismo que atacó duramente al entrar en conflicto sus actividades no solo con el Centro de Estudios Históricos, sino especialmente con la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades, que asumió las competencias y la influencia en el terreno de la arqueología de campo que anteriormente ostentaba la Academia, pero a la que Gómez-Moreno accedió pocos años después de su desembarco en Madrid, gracias a la protección de Fidel Fita, por lo que sería interesante el análisis del trabajo que desarrolló en dicha institución, como también lo sería el de su actuación al frente de la Dirección General de Bellas Artes durante el período clave del final de la monarquía, cuando se intentó desarrollar una legislación que pusiese fin al expolio y exportación del patrimonio artístico español, una función que, ya sin cargo oficial, debería ser también reseguida para el período 1931-1936, debido al ascendiente que Gómez-Moreno seguirá teniendo sobre los distintos gobiernos, a causa tanto de su propio prestigio como de las vinculaciones personales con los miembros de la Institución Libre de Enseñanza y la Junta de Ampliación de Estudios, como, por ejemplo, el ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes entre diciembre de 1931 y junio de 1933, Fernando de los Ríos Urrutia. Bellón apunta también algunos detalles complementarios de temas ya estudiados, como la participación de Gómez-Moreno en el crucero universitario por el Mediterráneo de 1933, o la etapa final en el Centro de Estudios Históricos antes de la Guerra Civil, pero apenas entra a valorar el papel que desempeñó durante la contienda como miembro de la Junta de Protección del Tesoro Artístico en Madrid, y el salvamento organizado de las colecciones públicas y privadas, con especial atención al arte religioso, de la capital y provincias limítrofes.

Como hemos indicado, Juan Pedro Bellón dedica el quinto apartado de su extensa introducción a analizar el proceso de utilización de los íberos como un referente para los nacionalismos españoles tras destacar la importancia de la obra clave, como epigrafista, de Gómez-Moreno; los estudios sobre epigrafía ibérica que publicó durante la década de 1920 y, en especial, su síntesis La novela de España (1928), cuyas tesis le granjearon diversos enfrentamientos con otros investigadores, caso de Bosch Gimpera, a raíz de la publicación de la principal obra del prehistoriador catalán, Etnología de la Península Ibérica (1932). El texto repasa acertadamente las síntesis anteriores y reflexiona, partiendo de las síntesis de Borja de Riquer y Pérez Galdón, sobre el fenómeno de la definición identitaria sobre bases histórico-arqueológicas que se desarrolla en España desde mediados del siglo xix, un reflejo de los movimientos configurativos de los estados-nación surgidos tras el Congreso de Viena de 1815 que dieron paso a la necesidad de crear o reafirmar una identidad nacional susceptible de ser empleada como elemento de cohesión social para el nuevo concepto de ciudadanos, surgido de la extensión y adaptación de las ideas de la Revolución Francesa. Se repasan las concepciones epistemológicas de la arqueología del siglo xix definidas por Alain Schnapp como de tradición filológica y de tradición naturalista, y cómo dicha necesidad fue desarrollándose en paralelo a la institucionalización de la arqueología como ciencia en España, en un claro modelo de retroalimentación o de acción-reacción. Se ha mencionado ya la dualidad entre los nacionalismos español y catalán, que deberían ampliarse al menos metodológicamente y como fuerza motriz en el desarrollo de instituciones culturales y centros de investigación a otras zonas del Estado, como Andalucía, Galicia, el País Vasco y Valencia, aunque será en Cataluña donde los movimientos culturales de la Renaixença y posteriormente del Noucentisme, emplearán a los íberos y el problema de la lengua como referentes originarios de la nación catalana, especialmente tras la publicación en 1905 de la biblia del autonomismo catalán, la obra de Enric Prat de la Riba La nacionalitat catalana. Bellón analiza también las corrientes teóricas del unitarismo ibérico, iniciadas durante el siglo XIX y que llegarán a su máximo exponente tras la Guerra Civil, cuando Julio Martínez Santa- Olalla sitúe en la cultura del Vaso Campaniforme el primer imperio europeo de España, así como también las tesis del paniberismo y el panceltismo, las teorías de Bosch Gimpera sobre las estructuras territoriales enraizadas en el territorio y sometidas cíclicamente por la presencia de sistemas o superestructuras políticas que limitan su desarrollo, pero nunca consiguen impedir su persistencia, ideas que constituirán la base de su visión política federal de España durante los primeros años del exilio y, por supuesto, las tesis del hispanismo que surgieron como reacción a la difusión e influencia de las anteriores y estuvieron encabezadas por los investigadores del Centro de Estudios Históricos y de la Comisión de Investigaciones Paleontológicas y Prehistóricas, como Juan Cabré y, evidentemente, Gómez-Moreno.

Bellón no olvida analizar y valorar las visiones de la prehistoria y la protohistoria peninsular desarrolladas por los hispanistas, especialmente franceses y alemanes, entre finales del siglo XIX y principio del XX, con especial referencia a los trabajos de Pierre Paris y Adolf Schulten, entre otros. Se trata, sin duda, de una excelente aportación en la que tan solo cabe indicar la necesidad de una mayor conexión de las tesis de Gómez-Moreno con el discurso expositivo presentado.

Respecto a la obra que da nombre al presente volumen, Adam y la prehistoria, Bellón ha analizado la documentación conservada en el Instituto Gómez-Moreno de la Fundación Rodríguez-Acosta para reseguir el proceso de concepción y gestación de un libro que puede considerarse no solo el testamento científico de su autor —publicado en 1958, menos de dos años antes de su fallecimiento—, sino también el de toda una visión de la investigación y síntesis de la prehistoria, puesto que, como muy bien indica Bellón siguiendo a Ricardo Olmos, la última etapa de la vida científica de Gómez-Moreno tras la Guerra Civil aunó el reconocimiento a su dilatada trayectoria —con excepciones como la de Martínez Santa- Olalla— con el abandono por superación de sus teorías, obsoletas desde hacía décadas. Urgoiti presenta una edición respetuosa con el original, manteniendo grafías y puntaciones que potencian el valor historiográfico del contenido. Un texto que demuestra hasta qué punto los historiadores que desarrollaron la principal etapa de su labor durante los primeros años del siglo XX se vieron influidos por el predominio de las tesis difusionistas y migracionistas, como motores explicativos de los cambios socioculturales durante la prehistoria en adaptación de las ideas de Oskar Montelius y Gordon Childe, pero también cómo algunos de ellos fueron incapaces de diferenciar entre ciencia y religión y continuaron tiñendo sus trabajos con ideas bíblicas para explicar el proceso evolutivo, una tesis resumida por Gómez-Moreno en el preámbulo de su libro: «ahora bien, al discernimiento humano cuadra sondear todo esto, criticar su autoridad documental allegando la experiencia propia; es decir, adaptando la Antropología y la Prehistoria al relato bíblico, que es la historia de Adam y Eva con toda su descendencia. ¿Se ha planteado ello hasta el día satisfactoriamente? Para el agnosticismo esta conjunción resulta ilusoria, pues ignora y rechaza cuanto no sean datos experimentales, de laboratorio, o inventa teorías ultrarracionalistas. Aun para una vida disipada huelga todo ello; en cambio, para el hombre juicioso debe merecer atención preferente como apoyo de una fe razonada o, al menos, en condiciones de obtenerla».

La obra de Gómez-Moreno, y especialmente el estudio y excelente reflexión sobre su figura e influencia firmado por Juan Pedro Bellón, debe servir para disponer de una mejor aproximación y análisis de una de las figuras clave de la construcción de la arqueología española, hombre puente entre dos siglos.

 

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