Mundaiz, núm. 74, 2007

Por Enrique Serrano Asenjo.

   El centenario de la muerte de Valera, con logros tan destacados en su estudio como el ensayo La obra literaria de don Juran Valera: la «música de la vida» de Andrés Amorós o la recuperación de la Vida de don Juan Valera de Azaña, al cuidado de Antonio Martín Ezpeleta, tiene en la edición de su obra histórica uno de los trabajos de mayor alcance. El volumen recupera una de las facetas del escritor menos valoradas a la fecha, a pesar del prestigio que al respecto disfrutó en su tiempo. Se encarga de la edición el profesor Leonardo Romero Tobar, con una larga trayectoria como valerista concretada sobre todo en diversas ediciones de sus novelas y, en especial, del prodigioso y extenso epistolario actualmente en curso de publicación. Así en el estudio preliminar ofrece una síntesis solvente sobre el conjunto de la obra del cordobés antes de presentar la producción como historiador, que lo ubica en el historicismo positivista y con una perspectiva unitaria sobre el pasado al integrar los hechos político-militares con los fenómenos de cultura.

   El texto de Valera tiene dos partes bien diferentes: la primera abarca los capítulos de la continuación de la Historia General de España de Modesto Lafuente que redactó nuestro autor; y la segunda, una selección en orden cronológico de escritos “menores” que oscilan entre lo estrictamente histórico y el ensayo cultural, entre los que destacan el “Plan de una historia de España y Portugal”, las reseñas de los Heterodoxos españoles de Menéndez Pelayo y de la Historia de la civilización ibérica de Oliveira Martins, y la introducción “El Centenario” para la revista homónima (1892). Sin duda, el valor principal de la edición radica, además de en su anotación sobre las fuentes utilizadas por el historiador, en lo que atañe a dicha primera mitad.

   La obra de Lafuente, auténtico modelo para la historiografía española del siglo XIX, tuvo éxito notable en su momento, pero finalizaba con la muerte de Fernando VII. De forma que los editores, Montaner y Simón, le encargan a Valera que la continúe para la tercera salida de la obra (1877-1882). Don Juan aceptó el encargo forzado por su permanente carencia de lo que llamaba “metales preciosos” o más gráficamente su mal de sindineritis, pero lo complejo del asunto le llevó a pedir la colaboración de Andrés Borrego y Antonio Pirala. Hasta el trabajo del profesor Romero no se había señalado qué parte del tomo VI de la tercera edición correspondía al creador de Pepita Jiménez. A partir del colofón de ese tomo, previo a los índices, y respaldado por referencias internas del texto, Romero establece que Juan Valera escribe desde la caída del regente Espartero (1843) hasta 1860, con la Unión Liberal en el poder; aunque en el libro XIII, al hacer la historia del romanticismo en España, el relato ha de retroceder hasta 1833 y algo más cuando trata de los emigrados políticos.

   Desde luego la lectura del movimiento romántico es una de las aportaciones más significativas del autor en su narración del pasado inmediato. Y de lo agudo de su propuesta puede dar cuenta por ejemplo el alto papel concedido a la misma emigración o la revisión del canon propuesto, con la salvedad del menguado hueco que se deja a Larra y, acaso, de un entusiasmo excesivo a la hora de valorar la producción literaria coetánea. De cualquier modo y dejando al lado la intensidad del énfasis, la valoración positiva del panorama intelectual español de ese momento es un dato sintomático de cómo interpreta don Juan la historia de su país, pues no en balde el romanticismo para el Valera maduro fue la atmósfera que permitió los grandes cambios de la España del segundo tercio del Ochocientos (p. LXV).

   El caso es que este nacionalista liberal considera que: «el historiador debe, como el poeta, aspirar a esta unidad de acción, por ser el más importante de los requisitos artísticos» (p. 585). Pues bien, la unidad de acción que otorga significado a su visión de la historia de España es un proceso de construcción nacional, ascenso y decadencia, que tiene entonces, desde la muerte del padre de Isabel II, atisbos bastantes de mejora como para permitir algún optimismo, siempre moderado por la inteligencia escéptica del narrador. La lucidez exhibida por Valera respecto a los males de la “patria” es compatible con un tono global de beligerante defensa de lo español, que él identifica en varios pasajes con lo católico entendido en su acepción más amplia: no exclusivo, igualitario, humanitario y cosmopolita. Todo para combatir «esta ruin mafia, (…) esta filoxera mental que deprime a los españoles» (p. 689) y que él explica en parte por la ausencia de aspiraciones a lo ideal. De su sabia gestión de ideales (iberistas e hispanoamericanos por ejemplo) y realidades (electorales, económicas o diplomáticas), da fe un libro verdaderamente útil para el conocimiento desde dentro del XIX español e imprescindible para atisbar la complejidad de un escritor ante el que se han mostrado perplejos los talentos, entre otros, de un Clarín o un Manuel Azaña.

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