Metahistoria, octubre 2015

Por Manuel Campos.

    Como cualquier otra disciplina, la historia envejece y se renueva constantemente. Las pautas que regían la historiografía hace una centuria hoy pueden parecernos obsoletas e incluso ridículas. Los avances técnicos, el uso generalizado de instrumentos de alta calidad y una metodología más científica han revolucionado el estudio de campo en las últimas décadas. Entre las ramas que más han crecido a causa del impulso de las nuevas tecnologías se encuentran la arqueología y la prehistoria. Si hasta hace apenas setenta años ambas disciplinas estaban más próximas a la simple afición que a una verdadera especialidad histórica, hoy están completamente asentadas en los planes de estudios de cualquier universidad y cuentan con una pléyade de expertos. Obviamente, los progresos obtenidos han hecho que se revisen la inmensa mayoría de los paradigmas tradicionales y obligado a reformular (aún lo siguen haciendo) nuestra concepción del origen del hombre y sus primeros pasos en la Tierra.

    Sin embargo, cualesquiera que sean las mejoras técnicas, seguimos necesitando un elemento, atemporal e imprescindible, sin el cual los medios más innovadores carecen de utilidad. Ese elemento no es otro que la presencia de mentes brillantes que, a partir de la información recabada, construyan un relato coherente de nuestro pasado. El factor humano de cualquier investigación es irreemplazable y todo proyecto, incluso si dispone del equipo más avanzado, acabará ineludiblemente en fracaso en ausencia de una cabeza ordenada y válida que lo dirija. La “genialidad” no entiende de épocas y por esta razón todavía hoy seguimos leyendo (aunque menos de lo que deberíamos) a Tucídides o a Tácito. Nadie duda de la brillantez de sus trabajos, a pesar de los exiguos medios con los que contaron.

    Acudir de vez en cuando a las grandes figuras de la historiografía es un ejercicio sano para aprender el oficio y comprender el desarrollo de esta disciplina. Por muy superadas o refutadas que estén sus teorías, o por muy rocambolescos que parezcan sus planteamientos, siempre sacaremos algo de provecho del análisis de sus textos. La editorial Urgoiti, especializada en esta noble tarea, recupera, de la mano de Juan Pedro Bellón, la obra del historiador Manuel Gómez-Moreno Adam y la prehistoria* (publicada por primera vez en 1958). A pesar de que el cometido principal del trabajo del arqueólogo granadino –establecer un nexo de unión entre los trabajos arqueológicos más recientes y el relato bíblico– puede parecernos completamente desfasado, su lectura no es baldía: la riqueza intelectual del autor y la madurez de la obra nos ayuda a entender cuáles eran los principios que regían parte de la historiografía de aquellos años.

    Siguiendo la estela de los trabajos editados por Urgoiti, la presente obra cuenta con dos partes bien delimitadas: un estudio preliminar a cargo de Juan Pedro Bellón y el texto del trabajo de Manuel Gómez-Moreno. Ambas están, obviamente, relacionadas. Aunque siempre sea interesante e instructivo prestar atención a los prólogos e introducciones, en esta ocasión y dada la temática de la obra del arqueólogo granadino, creemos que el análisis previo llevado a cabo por Juan Pedro Bellón resulta imprescindible para contextualizar la obra y comprender su importancia. Manuel Gómez-Moreno quiso articular una prehistoria sin conflictos con el Génesis, y si hoy tal cometido puede parecernos trasnochado, Bellón nos explica la relevancia que tuvo este libro en su momento y, quizás lo más interesante, la trayectoria y el pensamiento de su autor. Como el mismo Bellón señala en el estudio preliminar: “Es en este contexto donde se explica perfectamente Adam y la prehistoria, como una aportación lógica a la coyuntura social y política del momento pero con debilidades o lagunas en lo estrictamente arqueológico, es decir, en el manejo de los datos y en su propia construcción metodológica. No es una obra científica —no pretendía serlo […]—”.

    Probablemente, el lector desconozca quién fue Manuel Gómez-Moreno. Para situarle, baste una breve semblanza suya. Nació en Granada en 1870, su padre fue un reputado arqueólogo y pintor. A los diecinueve años se licenció en Filosofía y Letras por la Universidad de Granada. Terminados sus estudios, enseñó arte y arqueología en el Seminario del Sacromonte y en la Escuela de Artes y Oficios de la ciudad andaluza. Tras un fallido intento de alcanzar la cátedra de Historia del Arte en 1898, recibió el encargo de realizar el catálogo monumental de Ávila y su éxito en esta labor hizo que el encargo se ampliara a Salamanca, Zamora y León. En 1913 obtuvo la cátedra de Arqueología Arábiga en la Universidad de Madrid, que abandonará en 1934. Durante estos años se desarrolló en España una amplia política de creación de distintas instituciones destinadas a la investigación científica, cultural y pedagógica, como la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (1907), en el seno de la cual aparecería el Centro de Estudios Históricos, de cuya sección de arqueología se haría cargo entre 1910 y 1936. Fue director del Instituto Valencia de Don Juan entre 1925 y 1950 y miembro de las Academias de Historia (1917), Bellas Artes (1931) y de la Española de la Lengua (1942).

    Por supuesto, Juan Pedro Bellón desglosa con más detalle y profundidad a lo largo de las más de doscientas páginas de estudio preliminar la biografía de Manuel Gómez-Moreno y su visión de la historia. Intenta, de este modo, dar respuesta a las preguntas “¿Quién era Gómez Moreno? ¿por qué es importante para la historia de la arqueología, la historia del arte, de la epigrafía, de la numismática, del arabismo, de La Alhambra, de Goya, el Greco, de las tumbas reales de El Escorial, de Granada, de la Cultura Ibérica, de Tartessos, de los tejidos medievales, de Renacimiento, del arte mozárabe…?”.

    Junto al análisis del contexto histórico en que aparece la obra objeto de estudio (finales de los cincuenta, momento en que el franquismo se encuentra inmerso en una fase de “reformulación” ideológica), Juan Pedro Bellón analiza la relación de la arqueología de la cultura ibérica como base de los discursos identitarios que tuvieron lugar desde finales del siglo XIX hasta la Guerra Civil. En este apartado (titulado “Los Iberos y los nacionalismos en España entre dos siglos, desde Manuel de Góngora hasta Julio Martínez Santa-Olalla”) se examinan los trabajos de reputados historiadores como Bosch Gimpera o García y Bellido quienes extrapolaron a la historia antigua de la Península los debates sobre la construcción de la identidad nacional y las discrepancias (todavía hoy vigentes) entre centralismo y diversidad regional. Debates en los que Gómez-Moreno participó activamente.

    Manuel Gómez-Moreno mantiene un eje cronológico en su narración de la historia de la humanidad. El punto de partida se sitúa en la aparición de la vida en el planeta y concluye con la Edad de Hierro en la Península y la civilización tartesia. A pesar del esquema lineal del relato hay dos hitos que marcan la obra. El primero, más difuso y lejano, tiene lugar cuando Dios interviene para crear al hombre. En este momento se origina el salto entre hominoideos y prehomínidos, entre adamitas y preadamitas. Aunque Gómez-Moreno acepta los postulados del transformismo evolutivo, atribuye a Dios el diseño de este proceso. El segundo salto es mucho más concreto y se aborda en el quinto capítulo. Si hasta entonces el historiador granadino se había centrado en los orígenes del ser humano y en su relación con el relato bíblico, a partir de este momento el objeto de estudio se restringe territorialmente, abandonando la historia universal y ocupándose en exclusiva de los pueblos de la Península Ibérica.

    La obra de Manuel Gómez-Moreno ha de leerse no tanto como un trabajo de historia, sino más bien como un documento histórico. Los planteamientos que sostiene el autor, así como los hallazgos realizados en las últimas décadas, echan por tierra gran parte de las tesis defendidas en el libro. Quien busque información sobre nuestro pasado más remoto en esta obra acabará decepcionado. Tampoco era ese el objetivo de Gómez-Moreno quien ya asumía su carácter pseudo-científico. La mejor forma de acercarse a la obra es hacerlo sin prejuicios y sabiendo qué se tiene ante sí y cuándo y por quién fue escrita. Para ello es indispensable leer primero el interesante estudio preliminar de Juan Pedro Bellón, quien, además de ayudarnos a comprender la mentalidad de Manuel Gómez-Moreno y su importancia en la historiográfica española de la pasada centuria, nos muestra al mismo tiempo el mundo académico de la España de la primera mitad del siglo XX y los debates que se generaron en su seno.

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