Memoria y Civilización, vol. XXII, 2019

por JOSÉ ALBERTO VALLEJO DEL CAMPO

 

La categorización de Menéndez Pelayo como tradicionalista y renovador con que el doctor Joaquín Álvarez Barrientos encabeza el estudio crítico que acompaña a su recién publicada antología, define muy bien los dos rasgos esenciales bajo los que el historiador de Santander viene siendo considerado desde, al menos, el espíritu revisionista que presidió el Congreso de La Magdalena de 1982 con el título Menéndez Pelayo, hacia una nueva imagen, y que ha influido decisivamente en los estudios posteriores. Al fin y al cabo, la tarea científica —también en ciencias sociales— es siempre bifronte: acumulativa desde atrás y prospectiva hacia el presente inmediato y hacia el futuro. Se trata pues —tal caracterización— de un punto de no retorno que debe orientar las investigaciones posteriores, porque es, seguramente, la visión más completa y ajustada a la realidad de las cosas. No es la única la redefinición del padre de la moderna historiografía española como historiador de las ideas y del pensamiento —filosófico, estético, político (también, por cierto, jurídico)— es otra piedra angular de esta obra de consolidación historiográfica, tan valiosa por lo que ya confirma como por el camino recorrido para hacerlo, que es donde reside sobre todo su novedad.

Toda la obra del profesor Álvarez Barrientos conduce derechamente a consolidar, en efecto, el espíritu de la revisión, como cuando el autor juzga «conveniente acercarse a su obra sin todo aquello que la envuelve, sin los prejuicios de unos y otros», que nos trae a la memoria aquellas palabras de Manuel Revuelta cuando recomendaba en 1983, desde el espíritu de la nueva imagen, profundizar en el empeño de «romper clichés desvaídos, de dejar atrás para siempre las manipulaciones interesadas y parciales, y de tratar de ver a Menéndez Pelayo tal como fue, en el claroscuro de su realidad total»[1].

De entre los ya más de quinientos registros de publicaciones que «de» y «sobre» el historiador cántabro han aparecido en lo que va de siglo XXI ocupan un lugar muy importante los reprints o ediciones de fuentes primarias —el autor se sirve, por ejemplo, de la Historia de las Ideas Estéticas en España editada por la Universidad de Cantabria / Real Sociedad Menéndez Pelayo, 2012—, las antologías —de cuya nómina la obra que nos ocupa forma parte—, las obras de intención preferentemente biográfica —Santoveña Setién, Crespo López, Peña González— y las monografías sobre aspectos concretos de su obra. En este caso, la Antología del maestro es solo un pretexto para afrontar lo que constituye, más bien, un estudio sistemático y riguroso de la obra del historiador de Santander desde el punto de vista de la Historia de la Literatura, que es el campo en el que se desenvuelve preferentemente el autor, aunque la colección en que está integrado no esté dedicada por su mayor parte a historiadores de la literatura, sino más bien a historiadores de profesión de los siglos XVIII, XIX y XX en el campo de la Historia general con lo que el encaje en la misma de Menéndez Pelayo es muy oportuno. La sistemática editorial de la colección es siempre coincidente: una antología o monografía de excelencia de un historiador consagrado y un estudio crítico de la misma por parte de un historiador en activo. El que tal tarea haya sido encomendada en este caso a un historiador de la literatura en lugar de a un historiógrafo —que es la tónica general de la colección— no desmerece en nada el resultado final.

La obra recurre a referencias, contextualizaciones y puntos de vista servidos por autores ya conocidos del universo menéndezpelayista —Francisco Rodríguez Marín, Eugenio D’Ors, Leopoldo Alas, etc. (la relación sería interminable)—, así como a otros más recientes de la más variada índole —el escritor Jorge Luis Borges (1899-1986), el guionista Rafael Azcona (1926-2008), el crítico Guillermo de Torre (1900-1971), el filósofo y académico Julián Marías (1914-2005), el filólogo Teodosio Fernández—, lo que dice mucho y bien de la versatilidad del autor en el recurso a las fuentes, y de la enorme cultura literaria —pero también interdisciplinar— que avala su trabajo.

Ya conocíamos buena parte de las líneas de investigación del doctor Álvarez Barrientos sobre Menéndez Pelayo en sus estudios sobre el siglo XVIII y en su contribución al Centenario de 2012[2]. El adjetivo clandestino aplicado a Menéndez Pelayo encierra una cierta dosis de equivocidad que hay que explicar muy bien a riesgo de no ser entendido, pues poco clandestino había de ser quien desde los veinte años se integró con éxito en todas las estructuras que otorgan notoriedad y presencia pública a una figura de relieve académico: la resonancia institucional de la cátedra universitaria, la excelencia y prestigio de las Reales Academias, del Ateneo madrileño, la presencia en los medios de comunicación y en los círculos sociales —de la mano al principio de don Juan Valera—no parece que denoten —más bien al contrario— clandestinidad alguna. El autor lo explica, y define esta clandestinidad en el sentido de «el aislamiento en que se encontraba y la poca repercusión que su trabajo tenía entre sus contemporáneos» —algo de lo que, en relación con el intelectual español, tomado en general, ya se lamentaba el iuspenalista Pedro Dorado Montero—, así como su «independencia» de juicio respecto de las facciones en presencia, idea que desarrolla también con enorme alarde de erudición el profesor Peña González en su libro Menéndez Pelayo, un intelectual entre dos fuegos (Madrid, Fundación Universitaria Española, 2016).

La otra dimensión de la denominada clandestinidad es el silencio en torno a la figura del maestro. Los períodos del silencio deben establecerse con rigor y examinar sus causas. El primer silencio (1912-1936) posterior a su muerte —Santoveña Setién, Peña González, el propio Álvarez Barrientos— no lo compartimos: es precisamente el período más fecundo en biografías (Artigas, Bonilla y San Martín, Cedrún de la Pedraja…) y homenajes antes de 1956; nace la Sociedad Menéndez Pelayo y se constituyen los Ami-gos de Menéndez Pelayo —en torno a Ramiro de Maeztu, Eugenio d’Ors y otros—, y la reivindicación del maestro anida también en la izquierda política —Rafael de Ureña, Gumersindo de Azcárate, Luis Araquistáin, Manuel Azaña, Andrés Ovejero…—. El segundo silencio (1957-1974) —en este caso, más propiamente olvido— coincide con el ascenso de los gobiernos tecnocráticos del franquismo y con el cambio de prioridades de la Nación. El tercer silencio (1974-1984)—este sí procurado y promovido de propósito, contra el que clamaron Julio Caro Baroja, La Cierva y otros— es el más evidente y se enmarca dentro de la reacción contra el régimen franquista en la Transición, la huida de las humanidades en el propio sistema educativo —del que la clase política se ha desentendido— y de la masiva apuesta de las editoriales españolas por la literatura de ficción, que inunda, con desigual calidad, los escaparates de nuestras librerías. Lo que se ha producido —y eso no afecta sólo a Menéndez Pelayo— es —en palabras del propio autor— «el desinterés general por el pasado para entender la propia identidad y el abandono de la sociedad por los asuntos del pasado», fenómeno, por cierto, multicausal del que acabamos de señalar algunos de sus principales culpables y abandono, por cierto, inducido y alentado desde el propio poder político, por acción y por omisión, en que no incurre ninguna nación hegemónica de nuestro círculo de cultura.

No hay más silencios a partir de entonces, sino más bien al contrario: una reactivación del interés por parte de los especialistas, del que este libro es una buena muestra. Son varios los autores —Olábarri Gortázar, Peña González, Rivas Carreras, el propio Álvarez Barrientos— que se lamentan de la insuficiencia y escasa visibilidad del Centenario de la muerte del sabio en 2012, pero es lo cierto que ese acontecimiento movilizó a un número de especialistas nunca concitado antes —fuera de la efeméride de 1956—. Si tuviera que emitir una valoración acerca del balance general del Centenario, incidiría más en una atomización de las iniciativas al respecto que en un desinterés o falta de sensibilidad que creo no han existido. Me atrevo a decir que al contrario: cada centro universitario, cada institución académica lo ha conmemorado a su manera, ofreciendo, en unos casos, propuestas anticipadas en el tiempo a la fecha del Centenario —a modo de preparación, como en el caso de la Real Academia de la Historia— y, en otros, haciéndola coincidir con el mismo pero con la mayor libertad organizativa, conforme a las necesidades y disponibilidades de cada institución, de manera que es verdad que no se han visualizado estas iniciativas de manera coordinada, pero acaso tal modo de proceder hubiese sido poco menos que imposible en las actuales circunstancias. Así resume, por ejemplo, un profesor universitario lo acontecido en su Centro de referencia: «La Universidad Francisco de Vitoria ha conmemorado el Centenario de la muerte del sabio humanista santanderino don Marcelino Menéndez y Pelayo de un modo muy universitario: una mesa redonda formada por cuatro profesores, cada uno de los cuales expuso las ideas personales acerca de los textos o temas relativos al gran investigador montañés»[3].

Muy matizable, pues, la afirmación del autor de que «Menéndez Pelayo no se encuentra integrado en nuestra cultura», cierta sólo —y sólo para hoy— respecto a la cultura que podríamos calificar «de masas». Al fin y al cabo, para el gran público la visibilidad y notoriedad la otorgan los medios de comunicación audiovisuales y particularmente —por desgracia, dada su pobreza general de contenidos— los canales de televisión —como si lo que no aparece en la televisión no estuviera en el mundo—. Por su parte, la prensa escrita ha estado en líneas generales a la altura de las circunstancias en cuanto a noticias, reseñas y artículos y, por supuesto, también el mundo de Internet, aunque sólo sea porque sus potentes buscadores son capaces de dar cuenta, en —como se dice ahora— un click, —y, además, ordenar y agrupar con criterios muy aceptables— todas las referencias imaginables de un mismo asunto, pero también porque las distintas ediciones de muchos de los periódicos digitales sí se hicieron eco del acontecimiento, al menos a título individual por determinados articulistas, no siempre procedentes del mundo del periodismo.

Algunos aspectos del libro —particularmente los biográficos— pretenden traspasar los umbrales de las biografías canónicas como la de Bonilla, Artigas y Sánchez Reyes, penetrando en territorios difíciles de espigar si no se recurre a otras más apócrifas o menos conocidas como la de Adolfo de Sandoval: y es que escrutar en la intimidad del historiador y tratar de dejar su alma al descubierto y —más aún— intentar explicar cómo las fortalezas y debilidades, las grandezas y miserias de su existencia condicionan su producción y hasta su destino vital es tarea arriesgada, que el profesor Álvarez Barrientos acomete más como un imaginativo compositor literario que como un historiador, y como tal hay que tomarlo. Terreno resbaladizo el del comportamiento humano; santuario difícil de asaltar el de la vida privada. En sus aspectos más objetivables ya lo intentó con éxito el doctor Vázquez de Quevedo trazando un cuadro soberbio de las causas de las enfermedades, deterioro físico y muerte de Menéndez Pelayo, en lo que constituye uno de los mejores estudios sobre tal materia. Pero penetrar en la conciencia ajena ya es otro cantar. No digamos ya juzgarla. Menéndez Pelayo fue, sobre todo, un estudioso, y el estudio genera desarreglo personal cuando va acompañado de la soledad, pero el respeto a su obra me lleva indefectiblemente a disculpar ese desarreglo existencial en la medida en que lo hubiere. Menos aún se debe caricaturizar al personaje.

Donde se muestra el profesor Álvarez Barrientos verdaderamente dueño del terreno que pisa no es en el género biográfico —acaso lo menos relevante del libro— sino en el dominio de su disciplina. Ya había dejado escrito que «durante gran parte del siglo XX el modo de interpretar el siglo XVIII español se basó en la versión que del mismo había dejado Menéndez Pelayo»[4], algo en lo que el ilustre profesor Federico Suárez Verdeguer —respecto del siglo XIX— solía insistir a sus alumnos.

La selección de textos que propone el compilador es bien conocida y tienen en ellos un peso predominante —como ya hemos señalado— los dedicados a historia de la literatura. Destacamos, por su valor prospectivo, el Programa de Literatura Española, verdadera declaración de principios e intenciones con enorme vigencia orientadora a futuro conforme a su elaborada estructura sistemática y su singular contenido de directrices metodológicas, de validez general desde luego para todos los géneros historiográficos, y donde Menéndez Pelayo vuelve a mostrarse «historiador, ante todo». Del resto de títulos (el Horacio en España, la Historia de las ideas estéticas en España, los Estudios sobre el teatro de Lope de Vega, la Antología de poetas líricos castellanos, la Historia de la poesía hispano-americana, El abate Marchena, el Prólogo a la Historia de la literatura española de Jaime Fitzmaurice-Kelly, etc.) todos ellos pertenecen cabalmente a la historia literaria, con la excepción de La Ciencia Española, la Historia de los Heterodoxos españoles y la Historia de las Ideas Estéticas que, pese a sus numerosos contenidos y referencias de índole literaria, son tributarios, más bien, de la Historia de la Ciencia el primero, y de la Ideengeschichte, por su innegable trasfondo histórico-filosófico, los dos últimos.

Ahora bien, no es la de Álvarez Barrientos una Antología al uso, en cuanto que el autor privilegia, sobre todo —y esto es lo que otorga verdadera originalidad a esta selección— los que denomina Preliminares de las obras de historia literaria del maestro, entendiendo por tales los textos introductorios, preparatorios, explicativos, programáticos, conclusivos, criterio que justifica «porque en ellos, con más libertad que en las propias obras, expone Menéndez Pelayo multitud de ideas y opiniones sobre la materia que le ocupa, pero también sobre los más variados asuntos contemporáneos, de modo que se convierten en una fuente interesante para saber lo que pensaba sobre el presente y para mostrar el modo en que vincula su tiempo con las investigaciones que realiza» (p. LXXXIII). De modo que el antólogo otorga a estos Preliminares contextuales —introducciones, prólogos, advertencias, incluso epílogos— una importancia equiparable al texto principal. Y le asiste, desde luego, mucha razón: y es que esos textos preparatorios o explicativos permiten a Menéndez Pelayo, liberado del estricto desarrollo del plan de la obra que acomete, orientar al lector sobre sus motivaciones o presentar fundados excursos sobre el estado de la cuestión abordada.

Late, en fin, en toda la obra, el deseo de aventurar, en lo posible, una visión original, brillante, actual, fundamentante y hasta inapelable, hoy por hoy, que nunca podía ser completa prescindiendo de las aportaciones anteriores, que recoge respetuosamente en lo que puedan servir a su propósito. Por eso, y en demanda de esa originalidad, Álvarez Barrientos sugiere perspectivas —superación en MP del esquema de las dos Españas; criterio conciliador y liberal que persigue la armonía entre el idealismo y el positivismo, entre lo pagano y lo cristiano; la Nación es el autoconocimiento de la unidad en la diversidad…—, propone ciertos paralelismos vitales —como el que predica en Menéndez Pelayo respecto de David Hume—, y trata de abrir nuevos caminos a la crítica. Tiene el autor recursos para ello y los aprovecha de principio a fin. El más importante es el conocimiento de la propia obra de Menéndez Pelayo. Sus conclusiones, derramadas capítulo a capítulo, revisten enorme validez y, como hemos indicado al principio, pueden marcar un estado de la cuestión desde una perspectiva revisionista, no hagiográfica, y alejada tanto del panegírico como de la recusación.

El libro incluye un índice onomástico, utilísimo instrumento siempre, que puede ser analizado también transversalmente para rastrear centros de interés preferentes a través de los autores citados. Hay que felicitar a Urgoiti editores por el cuidadísimo y elegante soporte de esta concreta colección que acoge una antología de lectura ágil y recomendable —una más, pero ciertamente relevante— que contribuye a hacer de Menéndez Pelayo uno de los autores españoles más y mejor editados hasta el momento. Por algo será.

 

[1] Revuelta Sañudo, Manuel, «Presentación», en Menéndez Pelayo: hacia una nueva imagen, ed. Ciriaco Morón et al, Santander, Sociedad Menéndez Pelayo, Estudios de Literatura y Pensamiento Hispánicos, 1983, I, p. 7.

[2] Álvarez Barrientos, Joaquín, «Menéndez Pelayo, un escritor clandestino», Ínsula: revista de letras y ciencias humanas, 790, 2012 pp. 2-5.

[3] Hernández Sánchez-Barba, Mario, «Menéndez Pelayo: la historia, obra grande y bella», Mar Océano, 31, 2012, pp. 53-61.

[4] Álvarez Barrientos, Joaquín, «El siglo XVIII, según Menéndez Pelayo», Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, LXXXII, 2006, pp. 20-23.

Obras relacionadas