Memoria y Civilización. Anuario de Historia, vol. XXII, 2019

por MARÍA DEL MAR LARRAZA MICHELTORENA

 

El avance en el conocimiento de la historiografía española del siglo XIX había puesto de manifiesto el interés académico en una biografía del que fuera gran orientalista y maestro de arabistas en aquella centuria, Pascual de Gayangos (1809-1897). Esta «tarea hercúlea de investigación» es la que acometió Santiago Santiño en su tesis doctoral, dirigida por F.J. Caspistegui en la Universidad de Navarra, y que ahora llega a nosotros, revisada y aligerada, en una esmerada publicación de Urgoiti Editores.

Ciertamente, existía ya una primera biografía de Pedro Roca referida al Gayangos de la primera mitad de siglo junto a otros sólidos trabajos sobre distintos aspectos de su vida y su obra, pero lo que aquí se ofrece es «el estudio de mayor amplitud» sobre el personaje, cuya trayectoria completa y unitaria —no en vano «conectada en su totalidad con la investigación histórica»— el autor analiza desde la profunda «continuidad de sus acciones», haciendo así comprensible como un todo su recorrido vital e intelectual. Esa perspectiva le ha exigido, por lo demás, una mirada integradora del personaje, que ha sabido entrelazar su perfil académico con sus vivencias personales, su ambiente familiar y su entorno social y cultural, humanizándolo y mostrándolo en toda su complejidad y riqueza. Una tarea de nuevo ingente, habida cuenta de la fuerte personalidad de Don Pascual, de «su encanto personal» y de sus «extraordinarias cualidades para el trato social», que cultivó en sus múltiples destinos y que le llevaron a mantener una permanente e intensa relación con todo tipo de «eruditos, artistas, diletantes, escritores, literatos, diplomáticos, aventureros, viajeros, estadistas, políticos, científicos, nobles…», además, por supuesto, de con historiadores, archiveros, coleccionistas o bibliófilos de dentro y fuera de España. De este afán de exhaustividad da fe un aparato crítico de más de mil seiscientas notas, donde se halla referida una amplia documentación recopilada en «bibliotecas y archivos de medio mundo» —correspondencia, anotaciones, cuadernos de apuntes…—, además de toda la producción de Gayangos —luego reseñada cronológicamente al final del libro— y de las obras que pudieron influirle y de las que se escribieron sobre él y su trabajo, sin olvidar una extensísima relación bibliográfica integrada por obras de época y por estudios actuales tanto de la vida política, social y cultural del siglo XIX como sobre la historiografía relativa a aquella centuria.

Como cabría esperar, la biografía elaborada por Santiño es densa y también larga, quizá en exceso en opinión de algunos, pero la importancia y la fecundidad del personaje así lo requerían. Está articulada en siete grandes capítulos que pivotan en torno al hecho central de su desempeño de la cátedra de árabe en la Universidad Central de Madrid. El primero de ellos, con una cronología que abarca de 1770 a 1830, indaga en los orígenes familiares de Gayangos y se detiene en su formación en Francia entre 1822 y 1828, un período del que se tienen pocos testimonios directos pero que resultó decisivo, pues allí aprendió árabe con el eminente orientalista Silvestre de Sacy, además de «conformar los intereses bibliográficos y eruditos» que le caracterizarían el resto de su vida. No obstante, su verdadero anclaje y proyección tendrían lugar en el ámbito británico, algo a lo que no fue ajeno en absoluto su enlace en 1828 con la súbdita inglesa Frances Ravell, «Fanny».

Los años que transcurren entre 1830 y 1837, analizados en el capítulo segundo, los pasó Gayangos en España, primero en Málaga, en un destino temporal, y luego en Madrid. Trabajó allí en la Secretaría de Interpretación de Lenguas y en la Biblioteca Real, donde el cotejo de manuscritos arábigos le llevó al hallazgo de la literatura aljamiada. Fue el tiempo de su primera publicación, Arabic Manuscripts in Spain, en una revista inglesa. En 1835, con el objetivo puesto en la posible Cátedra de lengua arábiga de la Universidad Central, obtuvo licencia para viajar a París y Londres. Daría allí comienzo una de sus facetas más genuinas, la de la «intermediación bidireccional entre los centros de saber europeos y los españoles». De regreso a España y en el contexto de la guerra carlista, decidió trasladarse a Londres con su mujer e hija.

La estancia de Gayangos en Inglaterra (1837-1843), estudiada en el capítulo tercero, fue el episodio más trascendental de su trayectoria intelectual. Al período de «búsqueda y delimitación de objetivos» en España, le sucedió en Londres el de su resolución, dando paso a una de las fases más productivas de su vida literaria, que incluyó la publicación de The history of the Mohammedan Dynasties in Spain, la obra que le dio renombre internacional como orientalista. En la capital desplegó, además, una intensa vida social que encontró en Holland House, el hogar del líder del partido whig, su más apreciado enclave de sociabilidad en el mundo literario, editorial y político londinense. Fue en aquellos años también cuando inició una fructífera relación con los hispanistas americanos G. Ticknor y W. H. Prescott, a cuya red de contactos se sumaría igualmente, y cuando conoció a R. Ford, destacado miembro del hispanismo romántico británico. Pero ya en 1843, después de publicar el segundo volumen de The history, regresó a Madrid.

En ese año se hizo realidad su gran aspiración de obtener la cátedra de lengua árabe de la Universidad Central, a la que accedió sin que finalmente mediase oposición. La intensa labor que desplegó en España durante la década siguiente, según relata el capítulo cuarto (1843-1856), estuvo centrada en el «reconocimiento, rescate y ordenación del patrimonio histórico desperdigado por toda la geografía peninsular» y en la realización de «proyectos de centralización documental (…) liderados por instituciones como la Real Academia de la Historia», a la que perteneció como académico de número. No por ello dejó de cultivar sus contactos en los más selectos establecimientos literarios y culturales madrileños (Ateneo, Casino, Liceo…) ni dejó de ejercer su papel de mediador entre el mundo cultural español y el hispanismo y orientalismo extranjeros. Con todo, como nos lo hace ver Santiño, en torno a mediados de siglo, el foco preferente de su actividad académica pasó a ocuparlo su colaboración con Ticknor y Prescott, lo que le convertiría en un auténtico especialista en la historia y la literatura españolas de los siglos XV, XVI y XVII, empeño al que dedicó entonces más esfuerzos que a su actividad como arabista.

Su esposa falleció en 1855. Al final de aquella década, en el ecuador de su dilatada vida, Gayangos alcanzaba la cima de su prestigio profesional: «catedrático, archivero de la Real Casa, miembro de la Junta Facultativa de Archivos y Bibliotecas, y uno de los académicos de la Historia más veteranos y activos». Su pertenencia a varias Academias europeas (en Viena, Estocolmo, París o Londres) le colocó entre los miembros de la elite erudita e intelectual europea, «una situación inaudita entre sus compatriotas». Por lo demás, su ingente tarea tuvo como escenario la progresiva institucionalización de la erudición histórica, a la que él contribuyó sobremanera. En aquellos años, los estudiados en un nuevo capítulo que abarca de 1856 a 1870, su propia biblioteca de la calle Barquillo comenzó a ser una de las más cuantiosas y también de las más visitadas de Madrid, pues no solo acumulaba «tesoros» documentales, siempre valorados «en relación a su potencial para la investigación histórica», o novedades publicadas en otros países, sino que también resultaba accesible por la generosidad de su dueño. Allí residiría desde 1864 su hija Emilia, casada entonces con el historiador del arte Juan Facundo Riaño, constituyendo los tres un sólido núcleo familiar, con igual sintonía intelectual. En 1870 Gayangos solicitó su jubilación de la cátedra de árabe. A partir de entonces su vida transcurriría entre Londres y Madrid.

Los últimos años (1870-1897), abordados en el sexto capítulo del libro, fueron los de la publicación de dos de sus más relevantes obras, el Calendar of Letters, Despat-ches and State Papers Relating the Negotiations between England and Spain, preserved in the Archives of Simancas and elsewere (1871-1899, 5 vols. y 9 tomos) y el Catalogue of the Manuscripts in the Spanish Language in the British Museum (1875-1893, 4 vols.). Aquel también fue el tiempo de la definitiva institucionalización y profesionalización de la historia y con ella de la transformación del arabismo español en una disciplina científica moderna. Aunque se hablara de una «escuela de Gayangos», aquella habría de entenderse sobre todo en un sentido honorífico, según puntualiza Santiño. Fue su discípulo Francisco Codera, que ocupó la cátedra de árabe en la Universidad de Madrid en 1873, quien remozó «manuales y métodos de enseñanza de lengua árabe» y quien «dio fuste a la comunidad arabista creando su propia cohorte disciplinar», dejando su legado a Julián Ribera, «el gran arquitecto de la construcción de una tradición disciplinar en el arabismo español» ya iniciado el siglo XX. Con todo, Gayangos siguió siendo por un tiempo el «más venerable investigador vivo de la historia del Al-Andalus», incansable en su actividad intelectual y en su papel de intermediario cultural, y todavía presto al desempeño de cargos públicos, como el de director general de Instrucción Pública bajo un gobierno fusionista, que luego abandonaría para aspirar al cargo de senador por la Universidad de Sevilla, si bien finalmente no resultó elegido. La muerte le sorprendería en Londres, donde falleció el 4 de octubre de 1897 a consecuencia de las heridas sufridas tras ser atropellado por un coche de caballos mientras cruzaba Southampton Row.

Santiño condensa en la introducción y en el último capítulo, dedicado a recoger el tratamiento historiográfico de la figura de Gayangos desde su muerte, una valoración de los aspectos más relevantes de la vida y obra del biografiado. Su primera precisión es del todo pertinente: antes que un historiador, Gayangos fue un erudito, «un rastreador de libros y documentos», volcado en la promoción de la erudición crítica como fundamento del trabajo historiográfico y en el rescate documental como directriz de sus labores de pesquisa bibliográfica. Ciertamente, no ha de buscarse en su obra una reflexión sobre la ciencia histórica, ni aportaciones conceptuales o valoraciones críticas que hubieran permitido avanzar en la modernización de los estudios históricos. Pero qué duda cabe que fue un pionero entre los «eruditos profesionales» precursores de la profesionalización de la historia en nuestro país, un proceso este que Santiago Santiño ha sabido reconstruir con gran inteligencia a través de su intensa y extensa trayectoria vital y académica.

También resulta acertado resaltar el objeto último que guió la desbordante actividad de Gayangos, que no fue otro que el de valorar y estudiar con rigor el pasado de España, limpiándolo de «mitos», «tópicos», «falsos testimonios» e «ilusorias esencias», rescatando sus tesoros culturales y dándolo a conocer en el exterior. Y todo ello a fin de hacer justicia «frente a las imputaciones de atraso secular que se le hiciesen y trabajar para revertir las causas de palpable decadencia y coadyuvar a que ocupase el lugar que debería corresponderle entre las «naciones civilizadas». Un compromiso —añade Santiño— que siempre asumió desde una perspectiva más cosmopolita que chovinista, como intermediario cultural entre su país y los estudiosos que de él se ocupaban, tanto dentro como fuera de sus fronteras, para difundir novedades metodológicas o medidas para el progreso material y social del país» (p. 572).

Quizá la faceta más sobresaliente y distintiva de Gayangos fuera precisamente ese cosmopolitismo, que junto con la erudición, como bien recoge el subtítulo de la presente monografía, define al personaje. Como «facilitador de transferencias culturales» no tuvo parangón en la España del momento. Detrás de aquel decisivo papel se halló, sin duda, un hombre de «enorme curiosidad», personalidad «magnética» y gran «inteligencia social», que supo anudar la sociabilidad mundana con las relaciones académicas y que además manifestó una actitud altruista admirable. Quizá, como argumenta Santiño, fuera esta última la verdadera característica sobre la que cimentó su fama personal y académica. Es mérito de este estudio recrear toda la densa urdimbre de contactos de Don Pascual y descubrir a través de ella una dimensión del biografiado que otro enfoque más clásico no hubiera sabido valorar en su justa medida.

La biografía que reseñamos no oculta, desde luego, los claroscuros del personaje. Ya se ha hecho referencia a los límites de su contribución a la modernización de la ciencia histórica, o la inexactitud que supondría hablar de una «escuela de Gayangos» en relación al desarrollo del arabismo en España. A ello habría que añadir la acusación de algún autor por el proceder inadecuado de Gayangos en la obtención de libros y documentos para su gran biblioteca, o la constatación de las críticas severas a sus principales obras por parte de otros eruditos coetáneos, quienes pondrían de manifiesto que «sus lecturas de la documentación no eran fiables» y que «añadía aportaciones propias para dar sentido a los textos», llegando incluso a «inventarse pasajes».

Quizá cabría apostillar que a este buen retrato de Gayangos le falta un análisis más preciso de su relación con la política española de aquel convulso siglo, a fin de que pueda explicarse mejor alguno de sus nombramientos para cargos académicos y políticos. Pero, desde luego, no es una cuestión que empañe la brillantez del conjunto, del que podría apuntarse un último rasgo importante, dejado conscientemente para el final: la biografía de Santiño está magníficamente bien escrita; en verdad, el autor sabe crear intriga en torno al personaje y atrapa al lector. Biógrafo y biografiado comparten una curiosidad innata por todo y un interés extraordinario —erudito— por libros y papeles históricos. Por suerte para nosotros, Santiño no sólo ha procedido al rescate de una cantidad ingente de datos y noticias, sino que también ha realizado un análisis profundo de un hombre y de una época, la de la construcción y profesionalización de la historiografía española. Su obra es ya la de un historiador, un buen historiador.

 

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