Leer, núm. 257, 2014

Por Francisco Fuster.

   La publicación hace diez años del libro de Santos Julia Historias de las dos Españas (Taurus), con el que el historiador madrileño obtuvo el Premio Nacional de Historia en 2005, devolvió al primer plano del debate público la reflexión en torno a un tema que hunde sus raíces más profundas y remotas, cuanto menos, en el siglo XIX. Ahora bien, fue ya entrado el siglo XX cuando el hispanista portugués Fidelino de Figueiredo (1888-1967) abordó por primera vez de forma sistemática el asunto de la naturaleza dual de nuestro país con la publicación de un ensayo de filosofía de la historia titulado Las dos Españas (1932), que acaba de ingresar en el selecto catálogo de la navarra Urgoiti Ediciones, un sello de prestigio dedicado en exclusiva a la reedición de esos clásicos de nuestra historiografía que, por distintas razones, padecen el olvido del sector editorial español.

   Sobre la importancia de la obra citada y sobre la oportunidad de su rescate me abstengo de opinar, pues ya analiza con rigor lo primero y justifica con argumentos lo segundo el profesor de la Universidad de Salamanca Pedro Serra, responsable de un extenso estudio preliminar (63 páginas) que juzgo de una utilidad indiscutible para el investigador o lector especialista, pero de un tono quizá demasiado docto para ese otro lector no experto, pero igualmente curioso e interesado en conocer nuestra historia, al que la abundancia de citas eruditas y la saturación de notas al pie pueden resultar algo disuasorias. Confío en que no sea así porque, ciertamente, estamos ante un texto documentado, además de bien escrito, en el que su autor rememora el pasado de España tratando de encontrar los porqués de esa dicotomía entre una España tradicionalista y fanática, aferrada a la religión y cerrada a cualquier influencia externa, y otra España liberal y progresista, abierta a la europeización y al avance de la ciencia como motor del progreso humano.

   Para ello, Figueiredo propone una original interpretación en cuya base se sitúa la omnipresente figura de Felipe II, no tanto como personaje histórico, cuanto como símbolo de un pasado de esplendor político o de decadencia moral, según se mire, en torno al cual se fueron agrupando dos facciones –filipista y antifilipista– con sus respectivas y opuestas formas de entender la patria y el rumbo que esta debía tomar. Es la lucha dialéctica entre estos dos bandos irreconciliables lo que, según el autor, condiciona desde el siglo XVI el devenir de un país marcado a fuego por este enfrentamiento fratricida que le impidió salir de sí mismo y acompasar su ritmo de desarrollo al de la Europa más avanzada y moderna.

   Para salir de esta crisis de identidad aguda y permanente, ya detectada por Costa, Unamuno, Ganivet u otros pensadores del 98, Figueiredo proponía, como condición sine qua non, la alfabetización urgente de ese pueblo inculto que vive al margen de la historia y sin la mínima esperanza de abandonar algún día esa «minoría de edad» –por emplear la feliz metáfora kantiana– que le incapacita para ser partícipe de su propio destino. Y debía ser así porque era precisamente ahí, en el ámbito de la educación, donde los españoles recibían su dosis de veneno ya desde muy jóvenes: «En España, la infancia mal despierta aún a la vida, piensa pronto en derecho e izquierdo, mama derechismo o izquierdismo en la teta materna, y cuando llega a la pubertad, diserta ya sobre la reivindicaciones de las derechas y las humillaciones de la izquierdas».

   En el otoño de 1931, cuando escribió su obra, Figueiredo recurría a la recién estrenada República como la única posibilidad de que este Estado nuevo fuera capaz de dar solución a un problema que, como por desgracia sabemos, no desapareció con el cambio de régimen político. Sin embargo, el objetivo sigue siendo hoy el mismo que ayer, pues si bien ya quedan muy lejos los ecos de aquella terrible Guerra Civil que dividió al país, seguimos sin encontrar una respuesta unánime a la pregunta que hace más de ocho décadas se planteaba el historiador portugués: «Unir las dos Españas en una España nueva será la solución plena del problema, igual que en los viejos dramas, cuando los personajes se reconocen y reconcilian. Pero ¿cómo?».

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