Leer, núm. 227, 2011

Por Borja Martínez.

«Durante el medio siglo que está para concluir, ningún historiador ha alcanzado en España la boga de Prescott», escribía en 1893 Antonio Cánovas del Castillo. El muñidor de la Restauración, también conspicuo historiador, sabía lo que decía cuando subrayaba la importancia de la obra de William H. Prescott (1796-1859). Su semblanza resultaba entonces redundante dada la amplia difusión en nuestro país de la obra de este patriarca de los hispanistas norteamericanos, pero hoy, cubierta su figura por el manto del tiempo, su presentación se hace necesaria.

Hijo de la aristocracia republicana de la costa Este, Prescott ingresó en Harvard para estudiar Leyes. Un destino que parecía trazado de antemano quedó truncado por un accidente que le dejó parcialmente ciego antes siquiera de egresar de la universidad. Esta circunstancia propició que se consagrara al estudio (gracias al apoyo incondicional de su acaudalada familia, el auxilio de varios secretarios y el uso de un aparato que le facilitaba la tarea de escribir). En busca de temas de investigación que excitaran su interés, Prescott comenzó a fijarse en la Historia de España, especialmente la de los siglos XV y XVI, por ser un tema «entretenido», poco conocido en su país e importante, «ya que contiene los gérmenes del sistema político moderno» y es un período «crucial de la Historia», escribía en su diario en 1826.

De tal interés surgirán libros capitales y tempranamente traducidos al español como Ferdinand and Isabella (1837) o sus Historias de México y Perú, de una solidez extraordinaria y todavía valiosos pese a haberse visto superados en el orden científico. Una vigencia sostenida por su celo historiográfico y su obsesión por recurrir a las fuentes primarias, reflejada en la afectuosa insistencia con que conminaba a sus corresponsales europeos –embajadores de su país, amigos, colegas– a recolectar libros y documentos para sus investigaciones. La magnifica prosa de Prescott le hizo asimismo acreedor de un numeroso público en su país y explica que todavía hoy la lectura de sus libros resulte especialmente grata.

Es el caso de la pequeña obra que en feliz iniciativa Urgoiti Editores ha recuperado recientemente. Inédito en español, Vida de Carlos V tras su abdicación es el largo epílogo que Prescott escribió para la reedición a su cargo de la clásica History of the reign of the emperor Charles the Fifth (1769), del gran historiador escocés del XVIII William Robertson. Éste dedicaba en aquel libro apenas dos o tres páginas a la vida del emperador tras su renuncia al trono en 1556 a favor de Felipe II. Aunque heredero de los prejuicios historiográficos de Robertson, que atribuía la decadencia de España exclusivamente al fanatismo católico, las dudas de Prescott respecto a algunos puntos de vista del escocés, así como ciertas sombras en torno al hecho de la abdicación y de la estancia de Carlos en Yuste, constituían «el tipo de misterio histórico que estimulaba su imaginación literaria», explica el profesor Iván Jaksic en la larga introducción que completa el volumen editado por Urgoiti.

Teniendo entre manos la edición del libro de Robertson así como la elaboración de un gran trabajo sobre el reinado de Felipe II, Prescott se aplicó a la tarea de esclarecer aquel episodio histórico decisivo para completar ambas obras. En busca de la documentación necesaria embarcó en su proyecto al académico residente en Londres Pascual de Gayangos. El polígrafo español aprovechó su regreso a España en 1843 para satisfacer los requerimientos de su amigo epistolar y sumergirse en el entonces caótico Archivo de Simancas para encontrar las correspondencias y memorias de diversos personajes que según tenía noticia desmentían por completo el relato hasta entonces conocido del retiro del emperador.

Pese a las muchas dificultades, las gestiones de Gayangos dieron sus frutos, y remitió copias de los documentos encontrados a Prescott. El resultado: «Las pocas páginas del historiador escocés sobre los últimos días de Carlos se habían transformado en manos de Prescott en una historia minuciosamente detallada, impresionantemente bien documentada y magistralmente relatada». El historiador norteamericano descubría que el viejo emperador no había permanecido consagrado a una religiosidad extrema y solitaria, infligiéndose castigos físicos y oficiando a todas horas funerales por sus deudos y por sí mismo, como se creía hasta entonces. «Era un verdadero eje de actividad, recibiendo numerosas visitas, intercambiando una enorme correspondencia, dando órdenes para reprimir la disidencia religiosa, financiando las campañas de Felipe II en Italia» apunta Jaksic. En Yuste, Carlos no dejó de ocuparse de la política imperial, brindaba consejo constante a Felipe y a su hija Juana, regente de Castilla. No vivía en soledad monacal, sino que contaba con un séquito digno de su rango. Las cartas e informes y el denso correo con las cortes de Valladolid y Bruselas dan testimonio de ello. Con todo compone Prescott un delicioso relato, no exento de humor, que sirvió para crear, en palabras de nuevo de Jaksic, «un Carlos para el siglo XIX».

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