J-C Mainer, en Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, núm. 105, 2017

Baroja y Sánchez Granjel: el escritor y su intérprete, por JOSÉ-CARLOS MAINER

 

No fueron buenos los tiempos de la guerra civil ni los de la posguerra para la Universidad de Salamanca. La ciudad fue la primera capital de la zona sublevada y en su paraninfo tuvo efecto aquella ominosa celebración del Día de la Hispanidad, el 12 de octubre de 1936, que concluyó como el rosario de la Aurora por cuenta de la intervención de Miguel de Unamuno, su rector honorífico, que dejó de serlo enseguida y pasó a la condición de exiliado en su propia casa. Pero algo de brillo académico del siglo XVI, o incluso del talante inquieto de la universidad que fue foco de la Ilustración y de las reformas escolares en su memorable siglo XVIII, debían de perdurar entre sus viejos muros donde campeaban los vítores de otros tiempos… Porque allí fue donde, en años muy inhóspitos, un filólogo, fuera de sospecha política, Manuel García Blanco, se convirtió en el gran valedor de su maestro Unamuno, editor de sus Obras Completas (con alguna concesión a las circunstancias imperantes) y creador de los Cuadernos de la Cátedra de Miguel de Unamuno. Fue donde, ya en los años 50, Enrique Tierno Galván formó una larga serie de discípulos aventajados y dirigió el valioso Boletín Informativo del Seminario de Derecho Político, semilla de tantas cosas en la vida política y cultural de los años posteriores. Y ya en los años 60 profesaron en el claustro salmantino filólogos tan innovadores como Antonio Tovar, Koldo Mitxelena, Alonso Zamora Vicente y Fernando Lázaro Carreter, un puntal de la Historia del Derecho como Francisco Tomás y Valiente y una relevante estudiosa de la Historia de la Economía como Gloria Begué.

Conviene no olvidar en ese memorable cuadro de honor al más discreto, aunque no menos laborioso, Luis Sánchez Granjel (1920-2014), nacido en Guipúzcoa, aunque vecino de la ciudad desde 1936. Allí cursó sus estudios de medicina entre 1939 y 1945 y muy pronto se vinculó a su Facultad; hizo los estudios de doctorado y leyó la tesis, dirigida por Laín Entralgo, en Madrid, sobre la dimensión religiosa de la psicología de C. G. Jung. Su vocación definitiva fue la historia de la medicina, que compatibilizó desde un comienzo con la evocación y análisis de los escritores finiseculares. Lo ha contado con todo pormenor Francisco Fuster, prologuista de esta reedición anotada del libro de Granjel y, además, autor de un ameno ensayo Baroja y España. Un amor imposible (2014) y de una cuidadosa y oportuna edición de Ante Baroja (2012) de Azorín, donde amplía el número de los artículos de tema barojiano que en su día había compilado José García Mercadal. Fuster recoge de un trabajo de Luis Carlos Tejerizo, discípulo de Granjel, una anécdota reveladora: movilizado en 1939 por los franquistas, el joven soldado estuvo entre las tropas que entraron en Madrid por la Ciudad Universitaria; él y algunos compañeros ocuparon un chalet ruinoso entre cuyos cascotes descubrió los recortes de la serie de artículos de Ricardo Baroja, Gente del 98, que le fascinaron. Todo fue labrando el destino de un joven profesor a quien debe tanto el temprano reconocimiento académico del fin de siglo, como la configuración de la historia de la medicina española, planta casi exótica en la vida universitaria hasta los primeros atisbos de Gregorio Marañón y, sobre todo, hasta la ejecutoria fundadora de Pedro Laín Entralgo. De ambos, Granjel retuvo su interés por la dimensión de lo generacional en la percepción de los individuos, la concepción de la biografía como reflejo de existencias morales y la implícita continuidad de una visión de raigambre liberal sobre la vida española reciente.

Su primer trabajo académico fue un folleto sobre La medicina y los médicos en la obra de Torres Villarroel (1952) y diez años después publicó su Historia de la medicina española, precedida en 1957 por una útil Bibliografía sobre el tema. Pero también por entonces había iniciado la serie de biografías en las que el marbete común de «retrato» parece apelar a su propósito de interpretar, y no solamente de describir, la conformación de unos temperamentos. Esa fue la novedad  hermenéutica del Retrato de Pío Baroja (1953) que, no por casualidad, inició la serie; prosiguió en Retrato de Unamuno (1957), Retrato de Azorín (1959), Retrato de Ramón (1963) y una Psicobiografía de Unamuno: un ensayo de interpretación (1997). En 1959 publicó también un conocido Panorama de la generación del 98, que refundió en 1963 como La generación literaria del 98; ha sido quizá su libro más reeditado y, aunque fiel a los determinismos generacionales, es mucho más personal y sugerente de lo que puede inferirse de su título convencional. Granjel percibió que aquellos rasgos tan repetidos -la rebeldía contra la rutina, la preocupación acuciosa por España, la sinceridad un poco ególatra del testimonio…- cursaron de muy distinto modo según épocas y caracteres y, sobre todo, fueron síntomas de nueva y más intensa relación de los escritores con los lectores. Y de ahí vino que dirigiera su curiosidad a los alrededores menos frecuentados del momento finisecular: su Biografía de «Revista Nueva» (1899) (1962), su libro sobre Eduardo Zamacois y la novela corta (1980) y la miscelánea de trabajos Maestros y amigos de la generación del noventa y ocho (1981) forman un valioso conjunto  que iba bastante más allá de la visión tradicional de los protagonistas del fin de siglo.

Como el prólogo de Francisco Fuster indica, el libro que ahora ha reeditado con tanto tino –El último Baroja  (1992)- fue el último trabajo que consagró a su escritor predilecto y, en cierto modo, fue el cumplimiento del viejo propósito de escribir sobre la vejez de Baroja, como refleja el capítulo «Vivencia de ancianidad». Pero quizá también deseaba volver sobre sus primeros pasos como estudioso. Cuando escribió el Retrato de 1953 visitó dos veces al escritor en su piso de la calle Ruiz de Alarcón y recibió unas pocas cartas, lacónicas como siempre, pero afectuosas (y hasta más confidentes) al modo barojiano, que volvió a reproducir en 1992 (y en la reedición actual). Y en 1972 había leído Los Baroja, las espléndidas memorias familiares de Julio Caro Baroja que -cercano ya el final del franquismo- avivaron los rescoldos de una España liberal y abierta, a la vez que conjuraban, a veces con desgarro, las miserias y malandanzas de la posguerra. Y quiso recordar, de la mano de su escritor dilecto, la España que ambos habían conocido, con sus interdictos, sus miserias y sus silencios, que ya fueron el envés de los siete volúmenes de las memorias barojianas, Desde la última vuelta del camino (1944-1949).

Luis S. Granjel no pudo disponer de los numerosos materiales que después han llegado: fundamentalmente de la edición del octavo tomo de los recuerdos barojianos, La guerra civil en la frontera (2005), y de los sustanciosos añadidos de la última edición de las memorias por Fernando Pérez Ollo, o de la trilogía Las Saturnales, de la que únicamente se conocía El cantor vagabundo, a la que ahora se suman Miserias de la guerra (2006) y Los caprichos de la suerte (2015). Y de añadidura, tampoco ha visto los libros y artículos, a veces muy polémicos, que han reconstruido los días tremendos del verano de 1936 en Vera de Bidasoa, el semiexilio de 1936-1939 y la difícil recuperación de aquella cápsula de laboriosidad, orden y afectos que fue tan esencial para el escritor.

Con muy buen acuerdo, Francisco Fuster incluye en notas informaciones complementarias sobre estas nuevas aportaciones, pero lo cierto es que ninguna de ellas anula el valor de las intuiciones de Granjel. Ni lo hacen los numerosos trabajos recientes que han intentado presentar el miedo (Eduardo Gil-Bera), el histrionismo (Miguel Sánchez-Ostiz) o la vulgaridad (Víctor Moreno) como claves de la vida de Baroja. No ha podido leer, en efecto, Los caprichos de la suerte pero ha llamado la atención sobre el interés de su modelo abreviado, la novela corta Los caprichos del destino; ha interpretado certeramente las páginas de la miscelánea Ayer y hoy (que Baroja no pudo publicar en España y es el mejor resumen de su actitud, a menudo contradictoria, sobre la guerra civil) y, sobre todo, ha captado el tono y la intención de fondo de novelas como Laura o la soledad sin remedio (tan desesperanzada), El caballero de Erláiz (tan nostálgica de los valores ilustrados) y, sobre todo, de El hotel del Cisne, quizá es el mejor diagnóstico de las incertidumbres y las inseguridades barojianas y que tiene, en efecto, muchas proyecciones autobiográficas en los sueños de Procopio Pagani, su héroe. El capítulo «Las ideas centrales» es un excelente resumen de la evolución del pensamiento pesimista y desconfiado del Baroja en sus últimos años. Y el titulado «Retorno al ayer» analiza lo que la publicación de sus memorias tuvo de guiño de complicidad a un antiguo público y de matizada añoranza de las dimensiones liberales del pasado.

Valía la pena rescatar este libro de 1992 que habla de la simbiosis que, a menudo, se establece fecundamente entre un intérprete avizor y el objeto de su estudio.

Obras relacionadas