Historia Contemporánea, núm. 33/2, 2008

Por Joseba Louzao Villar (UPV).

La editorial navarra Urgoiti inició en el año 2003 la publicación de una colección arriesgada bajo el título de «Historiadores», dedicada a rescatar 41 textos clásicos de la historiografía española publicados entre los años 1834 y 1975. La colección dirigida por Ignacio Peiró, a quien se debe el importante Diccionario Akal de historiadores españoles contemporáneos (1840-1980)(1), lleva ya publicados dieciocho títulos dentro de un catálogo que incluye nombres como los de Antonio Pirala, Jesús Pabón, Vicens Vives, Ramon D’Abadal o Cánovas del Castillo entre tantos otros de una larga y significativa lista. De este modo, cada novedad viene acompañada por la introducción de una reconocida firma académica (Demetrio Castro, Pedro Ruiz Torres, Pere Anguera, Juan S. Pérez Garzón, Pedro Rújula…) que enmarca con rigor la obra editada en las coordenadas analíticas en la que debe ser contextualizada, así como una completa bibliografía del autor, lo que lleva a que cada libro sea una joya editorial auténticamente artesanal.

Ahora nos presentan un texto clásico del pensamiento historiográfico español como es Teoría del saber histórico de José Antonio Maravall. La obra está prologada por dos introducciones que analizan ampliamente la doble riqueza de este texto: mientras su importancia historiográfica es reseñada por Francisco Javier Caspistegui (Universidad de Navarra)(2), Ignacio Izuzquiza (Universidad de Zaragoza) se ocupa de la vertiente más filosófica del mismo, ya que el magisterio de Ortega y Gasset, con el que se encontrará por primera vez a comienzos de 1932, es indispensable para entender el pensamiento maravalliano. No en vano, Ortega será una de los autores más citados en este libro. Ambas aportaciones, interesantes y bien informadas, ofrecen una magnífica guía de lectura imprescindible para adentrarse en estas densas páginas.

Antes de continuar, quisiera destacar que aunque sólo sea advirtiendo los críticos que me anteceden en esta labor, como lo fueron previamente Jaume Vicens Vives, Francisco Tomás y Valiente o Eloy Bonito Ruano, y sólo por señalar a algunos de los más representativos, intimida reseñar una aportación histórica de semejante alcance. Por eso, el humilde objetivo de este comentarista no será más que el de anotar algunas de las muchas ideas que pueden resultar vigentes hoy de este sabio humanista moderno, como le definió Carmen Iglesias en una semblanza años después de su fallecimiento(3).

Dada la infrecuente preocupación teórica de la historiografía española y el carácter abiertamente rompedor de sus postulados, el libro de Maravall pronto se convirtió en un clásico. Dentro del raquítico panorama historiográfico español, su aportación intelectual fue seguramente la más novedosa e innovadora durante décadas con relación a una determinada «filosofía de la historia». A pesar de ello, hasta el momento de esta reedición cuarenta años después de su última edición curiosamente era la gran olvidada de las obras de José Antonio Maravall, que por otro lado aún siguen gozando de un amplio eco en nuestros días(4).

Teoría del saber histórico nace, pues, de la inquietud perentoria dirá el propio autor, por establecer una reflexión teórica sobre la práctica historiográfica y la historia, que partía de sus propias investigaciones empíricas, y de la necesidad de «una revisión de sus bases lógicas» (14). Maravall trataba de responder, como así se manifiesta desde la primera página, a dos preguntas básicas para el oficio de historiador, pero a la vez muy exigentes: ¿qué es la historia, y qué papel juega en nuestras vidas?

Como bien expone Caspistegui, en las décadas centrales del siglo XX otros historiadores, como Henri-Irénée Marrou (Del conocimiento histórico), E. H. Carr (¿Qué es la historia?) o Erich Kahler (El significado de la historia) sin olvidar los textos de los annalistas Lucien Febvre y Marc Bloch publicaron trabajos en los que se planteaban de forma directa la problemática de la historia. Puede que algunas de las discusiones planteadas en estos libros hayan perdido fuerza en el presente. Sin embargo, siguen siendo en la actualidad fuentes sugestivas e inagotables para los historiadores del siglo XXI, posiblemente porque se produjeron «en un período axial de la historia de la historiografía» (XLIII). No en vano, fueron una apología de la Historia ante el descrédito en el que se encontraba sumida una disciplina hasta entonces demasiado ensimismada, y al mismo tiempo, una defensa consciente del papel del historiador en la sociedad.

Para esta compleja labor José Antonio Maravall se fijó en otros ámbitos científicos. En concreto en el mundo de las ciencias naturales, y en especial el de la física. Convencido de que historia y técnica tenían mucho en común, el historiador de Játiva pensó que la revisión crítica que se había producido en los postulados clásicos de esos campos del saber podrían servir para encaminar el desarrollo futuro de la historiografía(5). Tal como afirma, la técnica también podríamos hablar de ciencia ha liberado al hombre de muchas de sus limitaciones y «solo puede haberla en una civilización basada en una visión histórica de la existencia humana» (202).

En definitiva, estos nuevos principios científicos permitían «una colosal esperanza para la Historia. (…) su posible organización como ciencia» (16), si bien como una ciencia interpretativa. Así, se necesitaba establecer un sistema de relaciones para que el hecho histórico pudiera ser comprendido -como escribirá con énfasis, «lo individual de la Historia no está en el dato aislado, sino en la conexión irrepetible en el que se da» (58)-, y sólo entonces con dicha interpretación se construiría el relato histórico. De hecho, la historia únicamente se podría elaborar desde el presente, ya que no es una ciencia donde acumular aisladamente acontecimientos históricos, sino donde se reflexiona sobre ellos y se termina organizándolos. Por tanto, la figura del historiador es central en esta interpretación maravalliana, ya que «la observación de los hechos históricos depende del vivir mismo del historiador, que configura aquéllos» (78). Ahí entra de lleno la objetividad del historiador, que Maravall diferencia de la imparcialidad, la cual no estaría en los hechos históricos sino en las interpretación abstracta que de ellos se hace en conjunto.

Quizá a muchos políticos, y algún que otro historiador, habría que repetirles que «la Historia no es solución» (209). Nadie debe, ni puede, buscar un repertorio de soluciones en el pasado, ya que lo que ofrece la historia son problemas y una apasionante acumulación de dificultades. Ahora bien, José Antonio Maravall no fue ni mucho menos pesimista a este respecto, porque pensaba que a la Historia le correspondía ser «horizonte [que] no cierra, sino que abre el mundo a la mirada» (211). Por tanto, la historia debe jugar un papel liberador que nos muestra la diversidad cambiante del pasado y nos libera «de la reiteración, de la identidad, de la predeterminación» (203). Como se ve, sus indicaciones siguen disfrutando de plena actualidad, ya que los historiadores seguimos hablando de lo mismo. Quizá solamente hayan cambiado las palabras usadas y la coyuntura política, pero continuamos preocupados por nuestra responsabilidad en un mundo repleto de tensiones identitarias con su consecuente correlato memorialista.

Por otro lado, y en relación con esto último, Maravall relata cómo un día un conocido escritor le dijo: «los libros de Historia que yo leí de joven eran como piedras que se lanzaban a la cabeza del contrario, los de la generación de usted, que leo hoy, son como piedras impasiblemente colocadas en un muro» (148). Parece indiscutible que esta dicotomía sigue siendo válida, con la inclusión de un nueva tipo como son la plaga de fast books pseudohistóricos que, si bien aún no afectan gravemente a la historia contemporánea, no dejan de ser un peligro. Cualquier historiador preocupado por su oficio comprende que se debe alejar de estas formas de hacer historia. Sin embargo, en la práctica aún no hemos encontrado una tercera vía, si se me permite la expresión. Ciertamente predominan los estudios pulcros y académicos, pero que son inexpresivos para la gran mayoría de los lectores. No obstante, José Antonio Maravall parecía tenerlo claro: «al estudiar el pasado, [la Historia] sirve al presente, esto es, a nuestro conocimiento y dominio del presente; pero a condición de distanciarse convenientemente de él» (149). Quizá debamos tocar con los pies en el suelo alejarse del presente es bastante complicado y reconocer que existen demasiadas narrativas heredadas y otro tipo de exigencias e interrogantes que dificultan la consecución de la receta ideal.

Por desgracia ya no se recomiendan libros como éste en las universidades españolas. Mucho menos se leen, aunque tampoco se estilan demasiado entre nosotros. Desde este punto de vista, Teoría del saber histórico es un texto que se mantenía tristemente olvidado y cuyas reflexiones pueden ser aún sugerentes para las nuevas generaciones de historiadores españoles que casi siempre olvidamos -debo utilizar aquí la primera personal del plural y entonar el mea culpa- a los clásicos en favor de las últimas y más sofisticadas (¿lo son realmente?) novedades historiográficas internacionales.

Hay que leer, y también saber leer, a los clásicos(6). Suscribiendo lo que afirma Maravall al final del texto en referencia a quienes le antecedieron, «de esa ciencia histórica anterior, cuando era rigurosamente investigada y construida, no podemos, al apartamos hoy de ella, más que admirar lo que representó como constante esfuerzo intelectual para aprehender la realidad humana» (194). En ese propósito se encuentra el catálogo de Urgoiti Editores, así como los diferentes editores de cada una de las entregas editadas hasta el momento, no para canonizar a unos autores sobre otros, sino para ayudarnos a leerlos hoy y valorar su legado historiográfico.

Por ello, no quisiera concluir sin narrar una pequeña experiencia personal. No hace mucho yo era un estudiante que se encontraba en los últimos derroteros de la carrera. Un buen día un profesor citó de pasada un título y un autor completamente desconocidos para mí: Las ideas y el sistema napoleónicos de Jesús Pabón. Seguramente hubiera caído en saco roto semejante recomendación de no haber existido esta iniciativa de Urgoiti Editores. Ojalá tan encomiable labor se mantenga durante años y los profesores animen a sus alumnos a conocer mejor a los clásicos. Porque el espíritu que anima sus reflexiones sigue siendo una preocupación muy actual, que también sobrevuela estas notas, por cómo se enseña la historia.

(1) Akal, Madrid, 2002 (junto a Gonzalo Pasamar). Trabajo al que debe unirse otros dos títulos: la reedición revisada de Los guardianes de la historia: la historiografía académica de la Restauración, Institución Fernando El Católico, Zaragoza, 2006 y un libro de próxima publicación en Urgoiti Editores con el título de Los maestros de la historia: Eduardo Ibarra y la profesión de historiador en España.

(2) Cabe destacar su aportación al ausente debate sobre el canon historiográfico español en Caspistegui, Francisco Javier, “El discurso canónico en la historiografía: los clásicos españoles”, Ayer, 60, 2005, pp. 311-335, donde por otro lado se hace una valoración de la colección «Historiadores».

(3) Iglesias, Mª del Carmen, “Semblanza”, en Homenaje a José Antonio Maravall (1911-1986), Consell Valenciá de Cultura, Valencia, 1986, p. 48.

(4) La primera edición de Teoría del saber histórico fue editada por Revista de Occidente en 1958 y tendría dos ediciones más, la última y revisada en 1967, que es la que sigue esta nueva reedición. El resto de los títulos han corrido mejor suerte, en gran parte debido a la encomiable labor de Carmen Iglesias, que también ha hecho lo propio con la obra de su otro maestro, Luis Díez del Corral.

(5) Asimismo, como explicó poco antes de su muerte: «yo de chico me hacía la pregunta: ¿cómo son de verdad las cosas que veo?, ¿más grandes o más reducidas? Yo siempre he sido, no sé si de nacimiento, no lo que se llamó un relativista, pero sí un relacionista, apasionadamente, por eso no podía ser en mi vida más que físico o historiador. El juego de las circunstancias me llevó a lo segundo» (XXII). Las circunstancias, como recordaba Carmen Iglesias, fueron «su encuentro con Ortega y, más tarde, con Ramón Carande, [que le] impulsaron su vocación apasionada por la historia» (ABC, 20/12/06).

(6) «Para poder leer a los clásicos hay que establecer desde dónde se los lee», como escribió Italo Calvino en Por qué leer a los clásicos, Tusquets, Barcelona, 1994, p. 18 (que también sirve para abrir el artículo anteriormente citado de Francisco Javier Caspistegui).

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