Hispania, núm. 242, 2012

Por Fernando Gómez Redondo.
    Hay libros que permanecen siempre vivos, que sirven de continuo referente tanto por la importancia de los datos de que se nutren como por la meticulosidad de la investigación realizada. Se trata de obras alumbradas por investigadores que han dedicado buena parte de su vida a estudiar una figura histórica y a enmarcarla en el período en el que vive, definiendo las líneas maestras de su pensamiento, así como la influencia ejercida en ámbitos posteriores. Sin salir de los siglos medios, hay unos cuantos títulos canónicos que conviene reeditar para que puedan servir de modelo para pesquisas similares; resultó un acierto que en 1984 se volviera a publicar la monografía de 1961 que A. Ballesteros Beretta dedicara a Alfonso X, al igual que sucedió en 1993 con la que Tarsicio de Azcona consagró a Isabel la Católica en 1964; por la documentación consultada y por la novedad de los planteamientos historiográficos son obras difíciles de superar y deben ser utilizadas necesariamente en cualquier análisis que se emprenda sobre esos monarcas; merecerían correr la misma suerte la monumental revisión que Julio González planteara sobre el reino de Castilla en la época de Alfonso VIII en 1956 (reimpreso en 1960) o los tres volúmenes de la Historia del reinado de Sancho IV de Castilla (1922-1928) con la que Mercedes Gaibrois de Ballesteros fijó una visión definitiva sobre una de las épocas más difíciles y más desatendidas de la historia medieval hispánica. Procede recordar que su autora, de origen colombiano, fue una historiadora autodidacta y que no contó con una formación universitaria, más allá de su curiosidad personal y de una entrega apasionada hacia los asuntos de que se ocupó; sirvió su matrimonio con el profesor Ballesteros Beretta de acicate para inclinarla definitivamente hacia la Edad Media. Desde luego, la documentación consultada para su Historia sobre Sancho IV le obligó a visitar 90 ciudades y a recorrer 134 archivos; esta obra recibió el premio duque de Alba de la Real Academia de la Historia y le abrió las puertas de esta docta institución en 1935. La exhaustividad en la consulta de fuentes le permitió reunir los materiales suficientes para dedicar una biografía a doña María de Molina, compuesta con otra intención y un método diferente. Le interesaba trazar antes el retrato moral y espiritual de la que, con justa razón, llamó «tres veces reina», acercar a cualquier lector la dimensión de esta crucial mujer, convertir en asequible y entretenida lectura la rigurosa o prolija descripción histórica. Esta obra se publicó en 1936, como una línea más de la constante atención que prestó a ese cambio de siglos del XIII al XIV en el que los reinos de Castilla y de León, unidos en 1230, vivieron momentos verdaderamente críticos; ya se había ocupado, en otros trabajos, de la conquista y de la defensa de Tarifa (1919-1920), del papel desempeñado en las guerras contra los moros por Alfonso Pérez de Guzmán y Juan Mathé de Luna (1919) o por las relaciones mantenidas con Bonifacio VIII (1924), el controvertido papa que finalmente concedió, en 1301, a doña María la bula de legitimidad con la que pudo ya respaldar a su linaje frente a los derechos esgrimidos por los infantes de la Cerda y las injerencias de los otros reinos peninsulares. De la importancia de esta biografía histórica da testimonio la reimpresión que la misma Espasa-Calpe realizara en 1967 en su serie Austral, así como la publicación en 2008 dentro de la colección de biografías de Planeta DeAgostini; distinto es el alcance de esta nueva salida dentro de la colección «Historiadores» con la que Urgoiti Editores se ocupa de recuperar las obras maestras de la historiografía española; baste con mencionar que en 2003 –cincuenta años después– esta editorial rescataba el imprescindible Juan II de Aragón de Jaime Vicens Vives de 1953.
     La importancia de esta nueva María de Molina estriba en que se trata de una reedición crítica, que va acompañada de un extenso prólogo de Ana del Campo Martínez –con un título muy bien elegido: «Del amor a la historia y de la historia al amor»–, cerrado con una nutrida bibliografía de Mercedes Gaibrois (págs. CIX-CXV), unas normas –muy consecuentes– de edición (págs. 3-4) y, lo que resulta fundamental, un índice onomástico (págs. 305-315). Se consigue, de este modo, que lo que en origen solo era un libro de divulgación para lectores cultos, interesados en la historia o en el papel desempeñado por figuras femeninas tan relevantes como doña Berenguela o doña María de Molina, se haya convertido en una obra erudita, manejable en las numerosas referencias que ofrece y, sobre todo, en la que se rinde un emotivo homenaje a su autora, cuya vida se recorre con minuciosidad en más de cincuenta páginas para explicar, después, el método de trabajo empleado para redactar esta obra (págs. LXXII-LXXVIII), enmarcándola en los temas que le prestan sentido (págs. LXXIX-XCI) e incidiendo en la trascendencia de María de Molina en el curso de las investigaciones presentes (págs. XCI-CV), actuando como precursora de la «Historia de las mujeres en España», sin pretender destacar ningún carácter excepcional en doña María más allá del riguroso cumplimiento de unas obligaciones atenidas a una firme religiosidad y a un escrúpulo moral que le permitió sostener a su linaje durante tres generaciones y alimentarlo de un rico imaginario letrado y artístico.
    M. Gaibrois articula los hechos históricos de que da cuenta para incidir en los principales logros que se deben atribuir a María de Molina. En el reinado de Sancho IV, define el panorama de las relaciones diplomáticas necesarias –el apoyo de Francia– para obtener la bula de legitimidad que su linaje precisa. En el reinado de Fernando IV, logra mantener la unidad de reinos que su marido le confía al morir en abril de 1295, sobre todo tras haber sido reconocido como rey de León el infante don Juan en 1296 y haber sido coronado como rey de Castilla Alfonso de la Cerda en Almazán, con el beneplácito de Dionís I y de Jaime II. En uno y otro marco, doña María lograba establecer una útil política de enlaces con la que aseguró relativamente la paz entre los reinos peninsulares: don Fernando casaba con doña Constanza, doña Isabel tenía que haber casado con Jaime II, doña Beatriz se enlaza con el futuro Alfonso IV de Portugal, don Pedro se unía a la aragonesa doña María, su nieta Leonor fue prometida del infante don Jaime de Aragón –que la rechazó para meterse en una orden religiosa– y acaba desposándose con Alfonso IV de Aragón. Todas estas relaciones linajísticas son exploradas por M. Gaibrois con un especial cuidado porque son las que confieren a la historia su vertiente más humana y permiten ahondar en la trama de alegrías y de aflicciones que doña María siente y padece. Tales son, por citar unas pocas muestras, las principales «novedades» que esta biografía publicada en 1936 sigue conservando en 2011, en cuanto asiento fundamental de las investigaciones que se emprendan sobre la historia y sobre la cultura de los tres reinados que le tocó vivir a doña María. En este sentido, no puede ser más oportuna esta reimpresión; en 1998 y en 1999, en los dos primeros volúmenes de mi Historia de la prosa medieval castellana incidí en la necesidad de definir este marco cultural con el nombre de «molinismo» –ya sugerido el término por Diego Catalán– para poder reflejar la influencia que doña María ejerce en la afirmación de un modelo letrado y artístico desde que se casa en 1281 con Sancho en Toledo hasta julio de 1321 en que muere en Valladolid. Esos cuarenta años ofrecen una visión homogénea considerados desde la perspectiva de una producción literaria y artística que interviene como propaganda activa de una dinastía regia: primero para afirmar los derechos de propincuidad con que el segundogénito justifica su legitimidad como rey, después para arropar a sus descendientes en la larga y difícil tarea de lograr la dispensa papal y de mantener viva la memoria del rey Sancho IV y sus principales logros como monarca –la sujeción de la nobleza tras 1288, la expansión militar tras la conquista de Tarifa en 1292–. Con el apoyo de la clerecía toledana –las figuras de Gonzalo Pérez Gudiel y Gonzalo Díaz Palomeque, tío y sobrino, son fundamentales–, se definen las bases de un nuevo sistema de pensamiento cultural, que corrige buena parte de los principios con que Alfonso X se había aproximado al saber; la defensa de la ortodoxia religiosa, el acercamiento a las órdenes mendicantes, la reducción de las pesquisas sobre la «natura» emprendidas por Alfonso son los rasgos determinantes de una visión letrada que se concreta en los Castigos del rey Sancho IV –un regimiento de príncipes de cuño espiritual–, en el Lucidario –una miscelánea científica ajustada a límites religiosos–, en el Libro del tesoro –con la unidad de política y retórica y la definición de un pensamiento poético–, en una serie de crónicas –Versión amplificada de 1289,Crónica particular de San Fernando, Crónica de Fernando IV, Crónica de Castilla– en la que se defiende la unidad de Castilla y de León, amparada por las decisiones que como gobernante doña María adopta en los principales momentos de peligro, en el origen de la ficción, que debe situarse en la Gran conquista de Ultramar, con la materia carolingia, y por supuesto en el Libro del caballero Zifar, con el proemio que contiene un breve compendio de teoría narrativa, amén de la obra entera de don Juan Manuel –el principal «autor molinista», porque se educó en la curia de su primo Sancho aunque luego se enfrentara a doña María por su pretensión de ser nombrado tutor de Alfonso XI– y de la trayectoria de Juan Ruiz, junto al resto de poemas de la clerecía toledana. Gracias a esta red letrada puede hablarse de «molinismo», un movimiento cultural que, sin acudir a este nombre, quedó verificado en el análisis que F. Gutiérrez Baños dedicó a Las empresas artísticas de Sancho IV el Bravo en 1997 y en la línea de investigación con que Rocío Sánchez Ameijeiras se ha acercado a la que llama, con toda razón y en 2005, «Cultura visual en tiempos de María de Molina», asentada en los pilares del poder, de la devoción y de la doctrina, examinando las representaciones iconográficas de las iglesias de Toro, de Oña y, sobre todo, de Santa María de la Hiniesta de Zamora, en donde reconoce los principios de un pensamiento religioso y político que se plasma en un programa escultórico dedicado a las mismas santas que aparecen luego en lasestorias o romances del ms. escurialense h-i-13: Santa Catalina, Santa Marta, Santa María Magdalena, la Egipciaca, reparando en el valor de una Anunciación gestante en la que reposa una imitatio Virginis que descubre los rasgos del poder femenino y espiritual de que se quiere rodear doña María. Similares trabajos sobre este período han realizado Gloria Fernández Somoza, Mercedes Pérez Vidal, María Pellón o, centrándose en las miniaturas de la Crónica troyana, Rosa María Rodríguez Porto. En verdad, los dominios de la producción iconográfica y letrada se funden en unos mismos patrones que reflejan los gustos y las devociones de la reina doña María. Estas últimas observaciones solo quieren poner de relieve la importancia de la recuperación de la principal de las biografías de María de Molina, en cuanto marco de estos estudios que, en cierta manera, quedaban ya prefigurados en el cap. IV consagrado a «La corte», en el que aparecen los impulsores de buena parte de estas obras ya literarias, ya artísticas.

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