Cuadernos de Historia Contemporánea, núm. 40, 2018

Por Pedro Ribas (UAM)

Magnífica iniciativa la de reeditar esta historia de España, de Antonio Ramos Oliveira, más todavía tratándose de una edición tan cuidada, precedida de un extenso estudio preliminar (163 páginas) de Walther L. Berneccker, que constituye la más completa biografía que de él se ha escrito hasta hoy. Como indica Bernecker, apenas hay bibliografía sobre Ramos Oliveira, lo cual realza la importancia de esta introducción. Es toda una llamada a que algún investigador realice una tesis o estudio monográfico sobre Ramos, proyecto para el cual encontrará aquí multitud de sugerencias y vías que explorar. Bernecker es el tipo de historiador adecuado para editar a un autor como Ramos Oliveira, ya que en su calidad de historiador alemán, gran conocedor de la historia de España e Hispanoamérica y de Alemania, suele abordar las cuestiones históricas dejando vías abiertas como estímulo para que haya más exploración y debate, no dando por cerrado el tema de que se trate. Es más, al final del estudio preliminar apunta varias cuestiones sobre las que falta información y claridad, como, por ejemplo, la relación con Azcárate y Negrín, el proceso de su radicalización, su postura sobre la religión (se declaró católico y está enterrado en la catedral de Méjico). Los méritos de este documentad estudio preliminar sobre Ramos Oliveira y su obra los quiere compartir Bernecker con Juan López Tabar, de la editorial Urgoiti, por su apoyo a la reedición del libro. La reedición lo es, no de los tres tomos originales de 1952, sino de parte del segundo y de todo el tercero, esto es, del período 1808-1939.

¿Quién era Antonio Ramos Oliveira? Nacido en Zalamea la Real (Huelva), en 1907, hijo de un trabajador de las minas de Río Tinto y de una maestra portuguesa, cursó en Madrid la enseñanza secundaria. No siguió carrera académica, aunque recibió de su madre una sólida formación. Desde muy joven se dedicó al periodismo, llegando a ser redactor de El Socialista y miembro de la Asociación de la Prensa (desde 1932). Su intensa actividad política y periodística deja ya entrever al historiador autodidacta. En 1932 se casó con Virginia García, de una familia adinerada de Lugo. En su temprana obra Nosotros los marxistas. Lenin contra Marx (1932), no se percibe todavía la ruptura radical que propondrá más tarde, la conocida como línea largocaballerista dentro del socialismo español de los años de la Segunda República. Al año siguiente publica Alemania ayer y hoy, libro en el que da cuenta de su experiencia de ese año en Alemania.

Al producirse la Revolución de Octubre, el levantamiento de los mineros de Asturias, se posicionó en su favor, lo que le costó ir a la cárcel. Desde ella escribió El capitalismo español al desnudo, obra en la que se preludia el análisis de la oligarquía española que más tarde realizará en el libro ahora reeditado. En 1935 huyó, con su familia, a Londres. Gracias a la ayuda de la embajada española allí, consiguió contactos con los laboristas y fue representante de El Socialista y de El Liberal, de Bilbao. Tras las elecciones del Frente Popular, en 1936, se convierte en agregado de prensa de la embajada española en Londres, ciudad que será su residencia hasta 1950. Para el Foreign Office era un “dangerous revolutionary”, lo que pone de manifiesto la hostilidad con que la política conservadora británica veía a la República española, a la vez que la simpatía con que observaba el golpe de los militares contra ella.

La estancia de Ramos Oliveira en Gran Bretaña forma parte del capítulo con que la República, a través de Pablo de Azcárate, embajador en Londres, Julio Álvarez del Vayo y Juan Negrín, intentó, sin éxito, doblegar la “neutralidad” del gobierno británico durante la Guerra Civil. En esa labor de crear simpatía hacia la República y contrarrestar la información favorable a los golpistas tiene Ramos Oliveira un papel primordial.

Tras la victoria franquista, Ramos Oliveira formó parte en gran Bretaña de un exilio menos conocido que el de Francia o América, pero con personajes tan relevantes como Juan Negrín o el Coronel Casado. Ramos escribió allí A People’s History of Germany y publicó semanalmente un boletín de información sobre España. Se esforzó en conseguir visados para republicanos huidos a Francia, ante todo para sus propios hermanos, que lograron viajar a Méjico en el famoso vapor Sinaia, el mismo que transportó a Adolfo Sánchez Vázquez y a tantos otros españoles. Cedida forzosamente al gobierno golpista la embajada española, la nueva oficina organizada en Londres sirvió de punto de información para españoles y de contacto con periodistas ingleses. Ramos Oliveira no encontró trabajo fácilmente debido a su orientación socialista. Al igual que en otros lugares donde hubo exiliados españoles, éstos se dividían en grupos. En el caso de Londres, los enfrentamientos entre negrinistas y simpatizantes de Casado fueron constantes. Como queda bien patente en este libro, Ramos era crítico feroz de Casado y amigo, más que simpatizante, de Negrín.

En 1942 pronunció Ramos Oliveira, en el Hogar Español creado en Londres con apoyo de Negrín y Azcárate, varias conferencias “que pueden ser consideradas como el embrión de su posterior Historia de España.” (p. XXXIV. Cito, aquí y en adelante, la actual edición, Un drama histórico incomparable) Negrín fundó en la capital británica otras instituciones con el fin de fortalecer vínculos culturales y de amistad entre británicos y españoles, como el Instituto Español Republicano, de espíritu institucionista, bien acogido entre intelectuales británicos. Entre otras actividades, el Instituto publicaba el Boletín del Instituto Español y la Revista del Instituto Español, en la que escribieron Ramos, Salinas, Juan Ramón Jiménez y otros. Durante los años de la segunda Guerra Mundial fue nombrado corresponsal de El Socialista, que entonces se publicaba en Méjico, y colaboró en la revista Left News. La corresponsalía de El Socialista hace que viaje a Méjico y mantenga vivo contacto con el exilio español de allí.

En los años 50 tuvo una etapa de copiosas traducciones, especialmente del alemán y del inglés, muchas de ellas aparecidas en el Fondo de Cultura Económica. Se estableció en Méjico en 1950, donde fue consejero de la revista Tiempo, redactor de la Revista de Historia de América y trabajó en la revista Siempre, del Fondo de Cultura Económica, editorial en la que salió, en 1952, su Historia Social y política de Alemania. En ese mismo año, ya nacionalizado en Méjico, apareció allí, en la Compañía General de Ediciones, su gran obra, la Historia de España, en 3 tomos, de los que ahora se reedita, con el titulo Un drama histórico incomparable, la parte que se refiere al periodo 1808-1939. El nuevo título queda justificado por el hecho de emplearlo el mismo Ramos Oliveira.

Como exiliado conocedor no sólo de Europa, sino también de América, proyectó una obra con el título Vida de Juárez e Historia de la Reforma, que no aparecería hasta 1972 con otro título, La formación de Juárez: El paisaje y el hombre en Oaxaca. Prueba de su implicación con la América Hispana es su contratación, en 1952, por la CEPAL (Comisión Económica Para América Latina) en Santiago de Chile, donde residiría hasta 1959. Este cargo en las Naciones Unidas le llevó a Nueva York en 1959, a Belgrado (1962-1965), a Méjico (1965), a República Dominicana (1965-1966), a Buenos Aires (1967-1969), casi siempre como director informativo de la ONU. Los últimos años los pasó en Méjico, donde murió en 1973.

Al llegar la República Ramos Oliveira era un joven de 23 años, pero no tardó en darse a conocer como uno de los socialistas inquietos y escudriñadores de la situación española. En su libro de 1932, Nosotros los marxista. Lenin contra Marx, justifica la trayectoria de moderación (incluso de colaboración con las instituciones de la dictadura de Primo de Rivera) seguida por el PSOE, como justifica igualmente la colaboración socialista en el gobierno de la República para consolidar la revolución democrática; la revolución social no es tarea de ahora, sino de más tarde, piensa Ramos al comienzo del periodo republicano. Es la postura que defendían tanto Iglesias como Besteiro ya en 1917. Pero Ramos cambia con la victoria de Hitler en Alemania y la victoria de los conservadores españoles en 1933, cambio que se expresa claramente en sus libros La Revolución de Octubre: ensayo político y en El capitalismo español al desnudo, ambos de 1935. En estos libros se alinea con el largocaballerismo de la revista Leviatán y del periódico Claridad, dirigidos ambos por Luis Araquistáin. Esta línea se caracteriza por la defensa de un marxismo revolucionario, el que proclama que la revolución se realiza con las armas en la mano, como han hecho los mineros asturianos. El Capitalismo español al desnudo acentúa esta tesis, mostrando cómo la oligarquía española se entrelaza en las distintas ramas de la producción para dominar al país y mantener una agricultura medieval, la de latifundistas y minifundistas, mientras la industria siderúrgica en el País Vasco y la textil en Cataluña no pueden prosperar, porque el resto de España carece de mercado para ambas industrias, al tiempo que el núcleo de la oligarquía controla el Banco de España, que no es una institución destinada a dar crédito y fomentar la industria y el comercio, sino destinada a dar beneficio a sus accionistas, que son los aristócratas terratenientes. El libro es pionero en su análisis de la economía española y es un preludio de lo que escribirá en la Historia de España de 1952. El capitalismo español al desnudo, escrito por un joven Ramos Oliveira desde la cárcel, aun siendo una obra con documentación insuficiente, constituye un intento de análisis serio del capitalismo español, de cómo funciona, de las conexiones entre sus distintas ramas, de quién dirige la estructura. Ningún socialista español había planteado y analizado tales conexiones con tanto desparpajo. Por ello “supone un avance notable, basado en argumentos cifrables y controlables y alejado de especulaciones abstractas.” (LXXIII) La conclusión de Ramos es que la democracia burguesa no es capaz de de transformar el Estado oligárquico. Es la dictadura del proletariado la que puede y debe hacerlo.

Bernecker repasa minuciosamente en su introducción los escritos de Ramos sobre Alemania, sobre el nazismo y sobre la caída de la República de Weimar. Sobre la forma de enjuiciar el nazismo por parte de Ramos considera Bernecker que adolece de la “constante marxista” consistente en hacer depender la política de la economía. Esta es una cuestión teórica en la que existe gran debate entre juristas e historiadores, debate que sigue en pleno vigor. Pero pasemos ya al libro ahora reeditado, Un drama histórico incomparable.

En 1946 había publicado Ramos Politics, Economics and Men of Modern Spain 1808-1946. La Historia de España de 1952 reproduce ese texto inglés, pero suprimiendo lo que había escrito pensando sólo en el lector inglés y retocando, añadiendo, actualizando bibliografía. Según Bernecker, Ramos no sólo toma el contenido de Politics, Economics and Men, sino de sus libros anteriores, Nosotros los marxistas, El capitalismo español al desnudo, así como de La revolución española de Octubre. Pero el lector advierte pronto que el Ramos Oliveira de 1952 no es el marxista revolucionario de 1935. Ahora es bastante más proclive al liberalismo.

La interpretación de Ramos Oliveira tiene como una de sus tesis básicas la afirmación de que España no ha podido decidir por sí misma su historia debido a las injerencias del exterior: invasión cartaginesa, romana, árabe, francesa. La invasión más importante fue la árabe de 711, la cual impidió, debido a la prolongada lucha, que España llegara al Renacimiento con nuevas estructuras, como sí hicieron nuestros vecinos europeos; persistió el modelo medieval, con predominancia agrícola. No hubo una modernización científica; no surgió una clase media entre nobleza y pueblo. Ramos coincide con Sánchez Albornoz, frente a Américo Castro, en considerar la invasión árabe como un factor básico del retraso en la modernización de España.

Otro punto fuerte en la consideración de la historia moderna y contemporánea de España se halla en los nacionalismos catalán y vasco. A ningún asunto dedica tantas páginas como a éste. Es evidente que Ramos Oliveira ve ahí uno de los rasgos fundamentales de lo que llama él un país enfermo. Como tantos exiliados, no destaca en absoluto por el optimismo, sino todo lo contrario: innumerables veces recuerda la voz quejumbrosa y tronante del regeneracionista Costa clamando por una España que cultive la escuela y la despensa, que devuelva orgullo a los españoles. En el caso del nacionalismo, el tratamiento de Ramos Oliveira se inserta en la línea del socialismo de Fabra Ribas (por su contraposición de internacionalismo y socialismo), que fue en España la dominante durante la segunda Internacional. Pero se aparta bastante de la defensa que los marxistas de la tercera Internacional hicieron de las nacionalidades. Ramos enlaza el nacionalismo catalán con la posición de la Lliga, como una cuestión económica interpretada por quienes (los industriales catalanes) se movían políticamente buscando nada más que su interés de clase, no mirando al interés del país. No entra en lo catalán como tradición de lengua, cultura y tradiciones propias, con lo que parece desconocer la parte más popular del nacionalismo catalán. Para Ramos la burguesía sólo existía propiamente en Cataluña y en el País Vasco. En consecuencia – y aquí viene la conexión que Ramos establece entre economía y política- esas burguesías tenían que ser el motor que llevara la revolución burguesa al resto del país y debían hacerlo no sólo por sentido patriótico, sino en beneficio económico propio, ya que una España sin poder de compra no podía absorber el mercado catalán y vasco. La posición de Ramos es aquí de un centralismo muy exacerbado. Cataluña estaba llamada a regenerar el país y, en lugar de hacerlo, de tener una mirada universal, quería huir de España. De manera que Cataluña fue, en la visión de Ramos, culpable de que no se produjera la revolución burguesa en España. Con toda razón considera Bernecker que Ramos trata el nacionalismo, un tema tan complejo, con escasa objetividad y basándose en una concepción rígidamente centralista y unitaria del Estado.

El núcleo de la posición de Ramos se halla en su tesis sobre la falta de burguesía. Con la Constitución de Cádiz España dejó de ser, de derecho, un país feudal, pero no de hecho. Para ello tendría que haber ocurrido lo que sí ocurrió en Francia, el surgimiento de una nación burguesa. Tal como Ramos expone esta tesis no está exenta de oscuridades, por no decir de contradicciones, ya que tilda la revolución liberal española de importada, incubada en una filosofía extraña al medio español. De ahí que el pueblo siguiera indiferente al cambio legal, por ser un cambio impuesto por una minoría, desde arriba. Probablemente, la exposición de esta tesis no es lo más logrado de Ramos, teniendo en cuenta que es él mismo el que acude a la Revolución Francesa como metro para enjuiciar la revolución liberal en España. Estamos aquí, de nuevo, ante una cuestión muy debatida, en la que hay posiciones discrepantes sobre la transición del Estado feudal al Estado burgués. Ramos, al distinguir revolución biológica (desde abajo) y revolución incubada (desde arriba), parece defender más una tesis de corte orteguiano o, a lo más, costista, que una tesis socialista. Su diagnóstico recuerda desde luego a Costa, al que cita a menudo: la desamortización, durante el siglo XIX, no dio como resultado la creación de una clase de pequeños propietarios, como era la intención de Flores Estrada, Mendizábal, Madoz, etc., sino que aumentó la propiedad de los grandes terratenientes: “La desamortización dejó al proletariado campesino más numeroso y más pobre que antes.” (p. 84). A finales del siglo XIX, la población agraria sin tierra, sumados los arrendatarios y los braceros, representaba el 53 % del campesinado. (Véase p. 14)

Tampoco es muy afortunado el tratamiento del anarquismo, al que parece considerar como “el hombre en libertad selvática” (p. 148), no advirtiendo la disciplina con que llevaban las cuentas de cotizaciones las federaciones obreras. Incluso parece hacer a Pi y Margall culpable de que el anarquismo fuese enemigo del Estado, concediéndole al republicano federal catalán un papel que no tuvo. Pero en su desaforada defensa del centralismo acusa a la tesis federal de regresiva, “va contra la ley de la civilización”. Y no parece advertir que el cantonalismo no fue cosa del anarquismo catalán. Llega incluso a ligar el terrorismo barcelonés al separatismo (véanse pp. 222 s) y escribe, ya en deriva psicoanalítica, que “la burguesía del Principado nunca favoreció la formación de sindicatos obreros de filosofía socialista, pues esta burguesía mantenía también una visión anarquista de la lucha y prefería que el proletariado de Cataluña, su proletariado, fuese anarquista” (p. 224)

La Primera República representó un ensayo de la clase media que se asustó viendo que “el reinado de la libertad conducía a la anarquía” (p. 146). Por ello se hizo conservadora. No poseía fuerza suficiente para dirigir el país y se echó en brazos de la oligarquía. Tras esa efímera república, sigue la Restauración, un período de pacto de no beligerancia entre las distintas capas de propietarios. Y aquí aporta Ramos la información económica que es el fuerte de su libro. Pocos historiadores tienen una visión económica global de la historia de la España contemporánea como la que él maneja con maestría, aunque no siempre revele las fuentes en que se basa. Su gran mérito reside en la información que reúne y la conexión que establece entre intereses económicos y la política impuesta en cada periodo.

Sobre la crisis de 1917, Ramos opina que el bloque que se formó entonces pudo haber realizado la revolución si hubiese existido el hombre que Costa buscaba. Ese héroe político buscado debía tener el perfil de un Cromwell o de un César: salvar la nación con reformas sin pertenecer a ningún partido. De nuevo pone en evidencia su escasa confianza en la capacidad de las masas, como si éstas necesitaran un capitán que las dirigiera y no fuesen capaces de organizarse por sí mismas. Ramos insiste en que España no ha hecho la revolución burguesa o la ha hecho mal. Este planteamiento presentado así, puede parecer excesivamente esquemático, pero Ramos lo afronta con una complejidad, en su análisis económico, que lo convierte en un clásico imprescindible. Sin duda es discutible su visión de la crisis de 1917, sobre la que pasa con bastante rapidez, o sobre la dictadura de Primo de Rivera, que él ve con ojos benévolos: la dictadura representó “un progreso respecto de lo abolido” (p. 289), ya que los campesino siguieron como estaban, pero para los obreros de fábricas, talleres, minas o comercio “fue un régimen considerablemente más benévolo que el de la oligarquía absoluta.” (p. 293) Y es que Ramos no es entusiasta de la democracia parlamentaria. Al hablar de la escisión del PSOE en 1921 señala que Pablo Iglesias y demás socialistas ganadores de la votación no se oponían a “la conquista del poder político ni la llamada dictadura del proletariado”, en lo cual el socialismo español se diferenciaba de otros partidos europeos; se pronunciaban en contra de “las 21 condiciones y por los principios democráticos internos; por la autonomía de las secciones de la Internacional, pero no por la democracia parlamentaria.” (p. 295) Desde luego, ni Besteiro ni Fernando de los Ríos pensaban así. Pero esto indica claramente que Ramos no es incondicional, ni mucho menos, de lo que podemos llamar el ala institucionista del PSOE.

De nuevo muestra Ramos su menosprecio por el anarquismo. Reconoce que los anarquistas se opusieron frontalmente a la dictadura, pero cree que la política represiva de Primo de Rivera “era preferible para el decoro de España y para los anarcosindicalistas a la política de la oligarquía, que había hecho del terrorismo un arma política, sirviéndose de los anarquistas contra otros sectores del proletariado”. (pp.295-296) Elogia, en cambio, el fabianismo seguido por los socialistas con la dictadura.

Sobre la economía española Ramos es pesimista en cuanto a la forma del reparto de la riqueza, no porque España sea un país falto de recursos, todo lo contrario. El problema es la falta de revolución industrial. España es un país agrario: “La agricultura lo es casi todo en la economía española” (p. 339), pero sin maquinaria agrícola. Los 5 millones de campesinos malviven con rentas o salarios míseros. No hay Estado porque España es un paraíso fiscal. Ramos exhibe datos sobre cómo se gravan (años 30) las rentas comparando la situación inglesa con la española. El desfase es brutal. Pero dado que el sistema capitalista consiste en producir para el mercado, y éste necesita puertos, transporte, vías de comunicación, se requiere un Estado fuerte, que cuente con medios para dirigir y promover todo ello. Ramos pasa revista a las distintas ramas de producción: la textil catalana, de excelente calidad, pero falta de mercado, igual que ocurre con la siderúrgica vasca. Tiene un apartado sobre la industria papelera, destacando la modernización que supuso la empresa Urgoiti. A Nicolás Mª Urgoiti, el gran empresario del papel, “no ajeno a las cosas del espíritu” (p. 379), dirige Ramos elogios que muestran el sentido positivo con que considera al audaz emprendedor que vio con perspicacia que había que unir, como efectivamente hizo, la generación de papel y las empresas (periódicos y editoriales) que lo consumen.

Tras pasar revista a la industria naval, llega a la banca, con un análisis demoledor. No hay banca agraria, es decir, no la hay para la mayoría de la población. Los sin tierra y arrendatarios no reciben crédito por no poder garantizar amortizarlo. Lo reciben los grandes propietarios, que, a la vez, lo dirigen. “Toda la nación trabaja para los banqueros y los grandes terratenientes” y a “esas dos clases sociales se debe la miseria y la guerra civil.” (p. 412). La banca española es la antítesis de la banca inglesa, la cual convierte el capital inactivo en activo, fomentando el comercio, prestando a un interés tolerable. El Banco de España debería actuar en beneficio del país, no de sus accionistas y consejeros. Éstos, condes, duques, marqueses… terratenientes, son elegidos por los accionistas. En nota de la página 426 indica que “nada ha cambiado… después de la guerra civil.”

Llegada la República, Ramos apoya la política liberal de los socialistas al inicio. Pero esta colaboración se produce defendiendo una constitución liberal en un país sin suficiente burguesía y clase media. Tal es el drama de España, y “la insistencia de los partidos democráticos en gobernar al país a base de soberanía popular perpetúa la catástrofe. Más he aquí que, no resuelto aún ese conflicto orgánico e insuperable, viene a complicarse con la presencia de la ideas marxistas en un medio precapitalista. Así como la libertad política en la moderna filosofía constitucional presupone la existencia de una clase media capaz de traducirla en realidades, la filosofía marxista da por cierta a su vez la existencia de una burguesía o capitalismo y el correspondiente proletariado industrial.” (pp. 454-455). Es decir, el liberalismo llegó a un país sin burguesía y el marxismo penetró en un país sin proletariado industrial. O en otros términos, estas ideas marxistas plantean prematuramente el choque de burguesía y proletariado, obligando a la escasa burguesía a apoyarse en la oligarquía para defenderse de la revolución de socialistas y anarquistas. Aquí se ven los equilibrios con que juega Ramos por manejar esquemas tanto de socialistas de la segunda Internacional como de lecturas – más bien falta de lectura- de la obra de Marx. En todo caso, es una forma de culpar a los trabajadores industriales de acosar a los empresarios. Está claro que el interés de los campesinos (70 % de la población) es el interés nacional; el interés del obrero industria es menos general y entra en conflicto con el interés político general. Conclusión: luchar contra el capitalismo, propugnando una revolución anticapitalista “consolida a la oligarquía porque le allega el sostén de la clase media burguesa.” (p. 456)

Ramos cree que esta situación es la propia de países de desarrollo anormal, enfermos, a diferencia de Inglaterra o Francia. El proletariado español no tenía enfrente una burguesía soberana y próspera, sino una débil y amenazada de quiebra. Ramos parece considerar un infortunio que el proletariado asumiera ideas revolucionarias antes de que existiese una burguesía fuerte, es decir, que el proletariado no esperara a que se cumplieran “las etapas obligadas de la evolución política y económica”. (p. 457) Era un infortunio que el proletariado español se comportara como el británico o el francés, que tenían enfrente una burguesía madura, fuerte. El argumento tiene cierta coherencia respecto de los campesinos, que eran la mayoría, pero lo que no se entiende, desde una óptica socialista, es que no reclame la unión de trabajadores del campo y trabajadores de la industria. Es llamativo que contraponga aquí a Costa frente a Pablo Iglesias: a Costa por reclamar que los socialistas no atemorizaran a la clase media, potencialmente revolucionaria y la empujaran a caer en brazos de la oligarquía y a Pablo Iglesias por defender la conquista del poder político por parte del proletariado. Y, sin embargo, Ramos, que sostiene que el partido socialista actuó correctamente renunciando a la revolución al comienzo de la República, afirma que “el error consistió en arriar los principios marxistas en ventaja de otros no menos inaplicables para España.” (p. 458) ¿En qué quedamos? Si fue un error no aplicarlos es que había que proclamar la revolución. Seguramente se encierra aquí otro de los componentes del drama de España.

Azaña, del que Ramos habla con mucho respeto, quería reconocer a todos, al comunista, al anarquista, al monárquico; no excluía a nadie. Su error, su utopía, consistía en no ver lo fundamental, que era la situación económica. Antepuso el problema eclesiástico, que terminó desbordándole, y el militar, que era desde luego urgente y que Azaña conocía bien. Pero lo inaplazable era constituir una milicia republicana que defendiera a la República y tuviera fuerza para imponerse a la oligarquía, para distribuir la propiedad agraria entre los campesinos, ganándolos así para la República. Ramos reconoce que nunca se ofreció mejor ocasión para cambiar el rumbo de España que la de la República. Y aquí vuelve a la costiana idea del gran director: no hacía falta buscar un pueblo para ese cambio; “era el pueblo quien buscaba al político.” (p. 507) En vez de ser el campo el que absorbiera las energías de la República, fue la cuestión del clero la que las absorbió en exceso. La reforma de ley agraria salida de las Cortes republicanas se quedaba corta y, además, apenas se aplicó. La República puso esa reforma en manos de los financieros, ante todo del Banco de España, regido por la nobleza y por aristócratas como el duque de Alba. En vez de crear y fortalecer instituciones que dieran vigor a la República, que crearan, por fin, Estado, seguía siendo la oligarquía la que regía el país. Reformar el clero y el ejército era indispensable, pero no era lo primordial. Ramos admite que la reforma agraria no tenía por qué ser colectivista; podía ser un sistema individualista o familiar o un sistema colectivista. De lo que se trataba era de eliminar el inmenso poder de la oligarquía.

La contrarrevolución de noviembre de 1933 echó por tierra todas las reformas favorables a los campesinos. La revolución se produjo en 1936, pero llegaba tarde. Y de nuevo cree Ramos que hubo un error de perspectiva en la consideración de la Iglesia como obstáculo mayor para la regeneración y modernización de España. Es el error de los filósofos y profesores liberales: “a ello les lleva su concepción idealista de la historia y el encuentro cotidiano en la esfera profesional y a veces también en la vida privada con los católicos.” (p. 551) La separación Iglesia-Estado no resolvía nada fundamental. Si la propiedad hubiese estado repartida, la Iglesia hubiese sido respetada. En definitiva, la República fracasó, no sólo por la derrota en la Guerra Civil, sino porque careció de la energía política capaz de llevar a cabo las reformas fundamentales, ante todo la agraria. Ramos ve una confirmación de su diagnóstico sobre la falta de apoyo a la República en el hecho de que en la Guerra Civil se enfrentan la España “enferma” y la “sana”. Defendieron la República las regiones industriales y mercantiles, las de la clase media y proletaria; en cambio, en las de la España “enferma”, Castilla, Galicia minifundistas, Andalucía y Extremadura latifundistas, apenas encontraron resistencia los golpistas. Aunque Ramos se cuida de señalar que no es la región lo que divide a España en absolutista y republicana, sino las condiciones económicas. Esta tesis sobre las causa de la Guerra Civil coincide con la de Malefakis, en un libro ya viejo, pero que no ha perdido actualidad, Reforma agraria y revolución campesina en la España del siglo XX (1972, original inglés 1970)

Sobre la Guerra Civil, en su aspecto militar, un asunto sobre el que existe tanta bibliografía, es claro que el libro de Ramos no es hoy de primera referencia. Sí es interesante apuntar que cuando lo publicó, en pleno franquismo y plena guerra fría, circulaba profusamente, en España y fuera de ella, la especie de que los soviéticos quisieron levantar en el sur de Europa un Estado comunista y que tal sería una de las causas principales de la Guerra Civil. Ramos ironiza sobre ello: “No se concibe que si eran tan sutiles y peligrosos los agentes de Moscú y los políticos del Kremlin, organizaran para el mes de del julio de 1936 una conjura que habría de encender la guerra civil y dar el poder a los comunistas españoles y olvidaran la inexcusable obligación de facilitarles armas.” (p. 695).

A la altura de hoy no hay duda de que esta historia de España de Ramos resulta falta de una documentación de la que él no podía disponer. Además, la España del siglo XXI, aun conservando muchos rasgos de la que él describe, permite –más bien obliga a- lecturas diferentes, sobre todo en lo que él veía más nuclear, la agricultura. Pero la valentía y la pasión con que él aborda las cuestiones y la brillantez de su lenguaje, lleno de fogonazos y quiasmos a lo Costa, hacen de su lectura una historia que cautiva a historiadores y no historiadores. No hay ninguna duda de que Ramos ofrece en su interpretación un conjunto de cuestiones que se hallan en el debate sobre el socialismo y el marxismo, sobre el anarquismo, sobre el nacionalismo, sobre la revolución liberal, sobre el mismo concepto de modernización, que, a mí personalmente me resulta muy mecánico tal como Ramos lo emplea, pero tampoco olvido que es fácil hoy protestar por el exceso de asfalto y contaminación urbana cuando Ramos pedía simplemente que hubiese comunicaciones. Y hay que ver cómo elogia a Indalecio Prieto por su proyecto de enlace de las estaciones ferroviarias de Madrid. En definitiva, es una buena noticia que hoy podamos leer esta apasionante historia, que fue fruta prohibida en los años 50, y que ahora sigue mostrando los lados más oscuros de una historia plagada de conflictos no superados.

 

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