Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 682, 2007

Por Blas Matamoro.

   Con un extenso prólogo y notas debidos a Francisco Javier Caspistegui e Ignacio Izuzquiza, vuelve a las librerías Teoría del saber histórico de José Antonio Maravall, editada por primera vez por Revista de Occidente (1958) y con texto definitivo de 1967. El tiempo transcurrido, la abundante recepción crítica y la constante referencia, hacen de este libro un clásico de la materia, único en nuestra lengua y de validez universal.

   Maravall, según es sabido, se inscribe en la renovación de la historiografía española que anunciaron Carande y Vicens Vives, a la vez que admite el impacto que, a partir de los años cincuenta, produjo en él la escuela francesa de la revista Annales. Fernand Braudel solía decir que Maravall era quien mejor había entendido sus propuestas. El texto es la inflexión teórica de su obra, instrumento indispensable para releerla y que señala la escasez de precedentes en castellano, salvo los aportes fragmentarios y sueltos, que Maravall recibe con expresa constancia, de Ortega y Gasset.

   Teoría… dibuja una encrucijada en la que reposa el trabajo maravalliano, una doble crisis: la del historicismo castizo español (Menéndez Pidal, por ejemplo, pero también Américo Castro, Claudio Sánchez Albornoz y María Zambrano) y la del positivismo (Leopold von Ranke, por no abundar en nombres). El primero se agota en estériles propuestas del ser nacional español, su determinación como distancia frente a Europa y su incomodidad en el suelo de una historia entendida como universalidad de lo humano. La segunda trastabilla con la nueva epistemología de las ciencias físicas y naturales (Heisenberg, Schrödinger, entre otros, dos atenciones fuertes de Maravall). Hegel y su recaída y revisión crítica en Croce, laten al fondo. Me permito un recuerdo personal, de los incontables que atesoro respecto a Maravall. Partiendo de un atento lector suyo, el ensayista argentino Juan José Sebreli, le señalé lo que de hegeliano había en sus apelaciones a Ortega. Me comentó de modo aforístico, impecable: «Sin duda, Hegel es un océano donde se pueden pescar todos los peces. Depende del pescador». Hablamos del espíritu universal, protagonista hegeliano de la Historia, que yo proponía traducir como fantasma universal. Me recordó la pregunta de Heine: «Espíritu, espíritu … ¿quién es ese caballero?».

   Maravall no impugna la actuación científica del historiador, en cuanto a métodos y procedimientos, pero no sólo subraya que la ciencia actual trabaja con márgenes de indeterminación, que no admite una causalidad única sino plural y difusa, y que renuncia a propiciar leyes, contentándose con tendencias y posibilidades. No le interesa lo que es sino lo que puede ser. Aun en su admiración por el historiador Marx, lo consideraba, con justeza, el último escolástico sustancialista, que hablaba de la materia histórica como de una sustancia aristotélica. También evoco la común observación que hicimos, en el centenario de Marx, acerca de los homenajes que le ofrecieron, inopinadamente, algunas revistas tomistas. De nuevo, la sustancia.

   La historia esta vez con minúscula no puede ser una ciencia pura y dura porque no admite experimentos sino que opera con lo sucedido una vez y en un momento concreto. Se puede abstraer por comparación, pero no generalizar con inducciones completas. Y hay más: el historiador también tiene historia, es un sujeto históricamente condicionado, con lo cual hace no sólo la crítica de lo que sabe sino de su propio saber, abriéndose a una espiral infinita, la proyección en el tiempo. A su vez, el pasado varía según desde dónde se lo considere y quién lo haga, mostrando una vivaz inestabilidad, la del saber histórico mismo que, por paradoja, empieza a trabajar cuando, como dice Plumb, el pasado muere y se convierte, justamente, en algo pasado.

   Maravall trabaja con especial nitidez esta doble sugestión de la materia: el hecho histórico y el historiador como sujeto ante tal objeto. No hay hechos históricos en sí mismos, puros y netos, como quiso el positivismo. El pasado, por tanto, tampoco se puede reconstruir. La historia no es arqueología sino antropología, devenir humano que involucra a quien la ejerce. Hay narraciones de hechos: el hecho histórico ocurre cuando se lo narra, y al narrarlo ya lo interpreta, y en esa tarea anida una opción. El historiador es, entonces, libre y es, entonces, también, responsable. Anida una ética en su quehacer y si alguien la ha ejercido es el historiador Maravall.

   Si se admitiera una adjetivación, podría decirse que la meditación maravalliana acerca del saber histórico es existencial. Aquí vuelven sobre el autor sus juveniles lecturas del existencialismo cristiano francés, luego ampliadas con el desmenuzamiento que Zubiri hizo al exponer a Heidegger y que Maravall redondeó considerando al heideggeriano Sartre. Toda historia es circunstancial y este carácter hace que sólo se pueda hacer desde el presente del historiador, como quiere Croce: toda historia es contemporánea. En ese punto se sitúa el investigador de la historia como artesano del presente, es decir del proyecto de futuro que existe en todo sujeto humano. Se narra el pasado con la expectativa del porvenir y porque se tiene esa expectativa deseante, activa, práctica. La narración alcanza, entonces, la vivacidad de alguien que cuenta con sus contemporáneos al contar lo que, de distinta manera, es el pretérito imperfecto de todos. Al volver sobre estas páginas imprescindibles, no sólo pagamos una deuda -siempre prorrogable, desde luego- con su autor sino que lo traemos a nuestro presente, de alguna manera también suyo. Es lo que vuelve a situarlo, una vez más, en su lugar de maestro: el que enseña, el que señala.

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