ABC Cultural, 3 de diciembre 2011

Por Manuel Lucena Giraldo.

La imagen tópica asentada por la propaganda antiespañola desde el siglo XVI es demasiado conocida. El emperador Carlos V habría pasado los últimos años en el retiro extremeño de Yuste, «entregado a la superstición de los monjes y desentendido del mundo». Si semejante falsedad se convirtió en un clásico de la historiografía, fue debido a la publicación en 1769 de la Historia del reinado de Carlos V, del escocés William Robertson. Contra un clásico, otro clásico. Por eso resulta tan oportuna la excelente edición, por primera vez en español, del apéndice que elaboró el estadounidense William H. Prescott para corregir y matizar esa visión oscura y malintencionada. La obra fue editada en 1857.

El Carlos V crepuscular de Prescott coincide con la imagen real del príncipe renacentista que fue. En lugar de vivir entregado a la devoción con pocos criados y fabricando relojes, el emperador no dejó un solo instante de ocuparse de la política. Pasaba buena parte del tiempo dedicado a engullir truchas de Valladolid, anchoas de Flandes o salchichas de Tordesillas y a pelearse con los médicos, como el fiel Quijano, que tuvo valor para decirle: «El mejor remedio para curar la gota es tener la boca cerrada». La abstinencia de los placeres de este mundo no era el fuerte del emperador, pero cumplió con ayunos y fiestas de guardar hasta su muerte.

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